Un pensador oriental les pide a los políticos que usen las palabras con precisión; les exige no solo rectitud en el obrar, sino primero rectitud en el decir.
La actividad política se despliega en una parte importante a través de discursos y, como en pocos otros ámbitos, en efecto, el lenguaje puede pasar a convertirse en una herramienta subordinada a rebatir, rechazar y, no pocas veces, hostilizar a ese adversario, y en esa subordinación importa poco la corrección en el lenguaje porque la utilidad prevalece sobre la verdad. Podría pensarse que ese deterioro es irrelevante, que en la política siempre abunda la verbosidad ampulosa, la palabra confusa, engañosa, ambigua, que de eso se trata, incluso, pero que, en definitiva, más que ese torbellino de palabras, lo que importa son los actos concretos, las políticas y medidas de hecho. Pero no es así, porque, como lo sabe cualquier lector, a veces un par de palabras opera con tanta potencia como la más filosa, perturbadora e hiriente de las acciones.
La imprecisión es distinta, no obstante, a la falsedad, y conviene ser preciso respecto a la imprecisión.
Si un partidario insulta a su rival y le dice, por ejemplo, que es un “corrupto”, puede estar haciendo una imputación falsa, pero empleando el lenguaje rectamente. Con la palabra “corrupto” quiso significar algo que, a pesar de la ambigüedad implícita en toda palabra, se encuadra dentro de ciertos límites y cuyo uso, por lo mismo, se puede controlar objetivamente. Así, incluso el acusado de corruptelas podría demandar al acusador ante un tribunal, una instancia que se torna inútil cuando en la discusión política proliferan las palabras y expresiones empleadas como armas escurridizas, palabras desprendidas de cualquier significado más o menos determinado, cuyo único propósito es introducir confusión, decir algo en apariencia significativo para no decir nada, para escapar a una definición. Un discurso cuya irracionalidad consista en su ambigua vacuidad, un lenguaje empleado como espectáculo y estrategia, en política, es casi peor que un discurso directamente errado, porque el tipo de malentendido a que da lugar es en extremo difícil de desenmarañar y convierte el debate público en un simulacro de debate, en que los malentendidos se suceden y superponen incesantemente, sin posibilidad de zanjarlos.
Un fino crítico inglés postula que lo distintivo del lenguaje poético es, al contrario, el trabajo con la ambigüedad, y distingue siete tipos de esta. El lenguaje político sería idealmente, pues, lo inverso del lenguaje poético y el mayor peligro acaece cuando, a pesar de la retórica conveniente, la política misma es oleaginosa y oportunista y, entonces, apenas las palabras entran en ese ámbito, se convierten en algo trémulo, blando, jabonoso, sin consistencia firme y cualquier argumentación puede ser interpretada de modo inverso a lo que se quiso decir.