Hace unos días tuve la suerte de poder estar en Ciudad de México, una especie de océano artificial que ruge sangre e identidad latina, con el área metropolitana más poblada de la región. Es como hacerse una friega de realidad, con tantas semejanzas a Chile, y sin embargo, menos observada que ciudades más distantes. El Distrito Federal es brutal, amenazante, pobre y triste en muchas ocasiones, pero limpio, digno; con un espacio público generoso aunque, a veces, un poco a mal traer.
Me dejó pensando un barrendero y su indumentaria. Sobre un triciclo común y corriente, llevaba amarrados tres tambores metálicos de 200 litros, reciclados de algún otro uso y que le sirven para separar la basura. Unas bolsas y unos trapos amarrados de las manillas, unas hojas secas de una planta desconocida a modo de escoba y un letrero con el branding rosa CDMX, que daba cuenta de que era un trabajador oficial de la ciudad. La sencillez de su equipo es inconcebible en nuestra cultura. Al mismo trabajador en Chile lo hubiéramos dotado de un contenedor plástico y un escobillón de última generación, con un
jockey antirradiación solar y un overol reflectante. Probablemente, la mitad del ajuar sería importado y, de seguro, los costos del kit serían bastante más altos que el de su colega azteca.
A través de estas columnas, he pontificado sobre las necesidades de orden, de planificación, de regularización de las actividades urbanas y, de ninguna manera, quisiera relativizar la imprescindible protección que requiere cualquier trabajador. Sin embargo, este ejemplo –quizás no muy bueno– me hace reflexionar cuánto perdemos en nuestros afanes de sofisticación. Hemos creado entornos acomodados y homogéneos que poco tienen que envidiar al primer mundo. Pero, de paso, expulsamos hasta dejar fuera de nuestra vista esa creativa informalidad latinoamericana. No nos alcanza para todos, y una buena dosis de democracia y sinceridad la perdemos en nuestra obsesión por la perfección y el gadget. No quiero hacer un elogio a la precariedad, pero sí preguntarnos por nuestro modelo de desarrollo, tan aspiracional. ¿Hemos perdido la capacidad de lidiar con el desorden y la improvisación? No olvidemos que el concepto de sustentabilidad surge a partir de ese paisaje de Latinoamérica, que es precario, pero solidario. En esa complejidad que sabe ser riqueza, inventiva y cultura austera.