El discurso de Reinaldo Rueda en el sorteo de Asunción fue el más pesimista de los que nos ha entregado el adiestrador de la Roja en el último tiempo. No cree el colombiano que tengamos posibilidades en el preolímpico de Colombia, porque los jugadores hace dos meses que no juegan y porque se desecharon los amistosos pactados para esa Sub 23, que trabaja en Juan Pinto Durán sin crédito ni siquiera de los que la dirigen. Comenzó tarde el trabajo, porque la nómina se demoró y porque las negociaciones entre el cuerpo técnico nacional y los clubes no existieron. Igual, si obtuviera uno de los dos cupos para Tokio, sería un increíble logro para una generación que estaba destinada al recambio y nunca supo encontrar el sendero ni la guía.
La selección chilena deberá jugar ocho fechas clasificatorias el próximo año. Y una Copa América con un mínimo de cinco partidos y un máximo de ocho, sin considerar los dos duelos amistosos previos al certamen. Es un calendario exigente que demanda, al menos, una mano firme en la negociación con los dueños de los clubes, que han dado muestra más que suficiente en las últimas semanas de que lo único que les preocupa es mantener el reparto de los dineros por los derechos televisivos. Lo lógico es que en la mesa de las planificaciones estuviera sentado Rueda —o alguno de sus asesores más cercanos— para asegurar el beneficio de la Roja, que en esta temporada hubo que negociar con tirabuzón porque los dirigentes y los propios jugadores se encargaron de torpedearla.
Tiene razón Rueda: razones no hay demasiadas para apostar al optimismo, pese a que las medallas de esta generación se cosecharon hace muy poco. Las tensiones internas, la baja de los rendimientos individuales, el escaso aporte de los jóvenes y el desánimo directivo con el grupo han bajado las expectativas de todo el mundo. Pero es precisamente el técnico nacional el encargado de reavivar la llama, de encender las pasiones, de revertir la caída con un potente llamado al orden. Por eso sólo cabe lamentar su ausencia de protagonismo en medio de la crisis, donde las voces más llanas a congelarlo todo prevalecieron de manera incontrarrestable. Languidecimos sin liderazgos palpables, rendidos ante las amenazas, entregados a la inercia, sin que de este largo receso se obtuvieran beneficios, como trabajar más y mejor con la Sub 23, que mal que mal tenía campo libre para hacer laboratorio, lo que la ponía un paso por delante de sus rivales.
2020 es un año de selección. En un camino que parece una pesadilla por lo complicado, pero además por la falta de confianza y apoyo. La Roja quedó huérfana, porque todos la abandonaron, sobre todo aquellos que ayudaron a hacerla grande. Pero aún hay tiempo si alguien, don Reinaldo, se hace cargo de la tarea.