Todos y cada uno de los obituarios dedicados a Anna Karina, la legendaria actriz y cantante francesa fallecida el domingo pasado, hicieron referencia a su colaboración artística, matrimonio y posterior divorcio del director Jean-Luc Godard. Siete películas filmadas entre 1960 y 1966, algunas de las cuales redefinieron el arte de su era (“Vivre sa vie”, “Pierrot le Fou” y “Alphaville”), cuestionaron la forma en que el público —el de esos años y también el actual— se vincula con las estrellas de cine, pero sobre todo con la imagen y, en último término, el alma de una mujer filmada por la cámara y luego confinada al interior de una pantalla.
No debe haber sido fácil vivir con esa mochila a cuestas.
Medio siglo después, con decenas de otros filmes en el cuerpo (dos de ellos como directora), cuatro novelas publicadas y una nutrida discografía de cantante, Anna seguía contestando pacientemente las interminables y repetitivas preguntas formuladas por periodistas, aficionados y más de algún nostálgico de la época en que ella y su inquieto marido estuvieron tan al centro como al margen de una cultura que giraba sobre sí misma, plena de fervor. ¿Acaso no era más fácil guardar silencio sobre ese pasado, dejar que hable por sí solo o permitir simplemente que se disuelva y se olvide, como parece querer en estos días el propio Jean-Luc? En lo que a Karina respecta, esa no era una opción: si algo había aportado al inmenso poder de aquellos filmes —en especial a los más juguetones como “Una mujer es una mujer” y “Bande à part”—, era su propio sentido de autodeterminación, de ir codo a codo con Godard y no ser meramente su musa, sino una suerte de espejo en el que este veía reflejado y expandido su sentido de lo romántico y lo trágico, pero además de lo fugaz y lo doméstico contenido en esa aventura compartida. Lo alegre y atroz, lo extraordinario de ir por el mismo camino, juntos.
Ese indeleble fulgor aún estaba presente en los grandes ojos de la actriz bien pasados sus 70 años, aunque fueron muy pocos los tributos que eligieron recordarla de ese modo: la gran mayoría la evocó en sus años godardianos, entre los 20 y los 26. Eternamente joven. Como si la energía que mueve a una persona pudiera detenerse en el tiempo; solidificarse y engastarse, cual piedra preciosa.
El cine se ha alimentado de esa fantasía, de ese deseo por contener el reloj (por más imposible que sea) desde sus comienzos, y en cierto modo esto se ha vuelto tanto una bendición como una maldición, sobre todo para los actores. Es cosa de recordar a algunos de los que murieron en esta temporada para admitir los ambiguos efectos de este hechizo: ante nuestros ojos, Rutger Hauer siempre será Roy Batty, el replicante que se encuentra a sí mismo en “Blade Runner”; Doris Day siempre será la novia de Rock Hudson; Seymour Cassel encontrará su hogar disfuncional en los dramas de John Cassevetes; Bruno Ganz prestará su voz a los idealistas imaginados por Wim Wenders; y algo parecido ocurrirá a los matones encarnados por el imponente Danny Aiello o los rebeldes motoqueros de Peter Fonda, enfilando por la carretera al atardecer, en busca de su destino. El trayecto vital de todos ellos rebasa con mucho esas breves y mezquinas descripciones; y, sin embargo, han sido esas mismas paradas en el camino, esos personajes y sus líneas de diálogo, las que les aseguren una suerte de inmortalidad, en el mediano o largo plazo.
Nadie lo describe mejor que Scorsese, mientras contempla y modela durante horas los rostros de Pacino, De Niro y Pesci, en “The Irishman”: no solo es el pasado y la obra de estos tipos la que se vuelca por entero en estas escenas, sino también los recuerdos, los sentimientos y los sueños de la audiencia que los observa en la oscuridad. Mucho de lo que fuimos, somos y seremos, también queda atrapado allí. Con ellos.