Los narcotraficantes están felices. Son los mayores beneficiarios de la explosión antisocial desencadenada el 18 de octubre recién pasado. Han aumentado su poder y distraído a las policías, jueces y parlamentarios en la lucha contra el narcotráfico. Se han fortalecido.
La destrucción y asedio de cuarteles policiales y el despliegue de carabineros para controlar la violencia de las protestas favorece el espacio para el contrabando y el comercio de drogas. Aumenta el control territorial de los narcotraficantes en las poblaciones. Su presencia es cada vez más evidente y descarada. La anuncian hasta con fuegos artificiales y homenajes armados a sus jefes y cómplices. La denuncian, cada vez con más urgencia, profesores, religiosos, dirigentes sociales y padres de familia.
El saqueo les permite fortalecer su organización, distribuir gratuitamente mercaderías robadas a sus cómplices, clientes y vecinos. Así crean dependencias y empatías propias de los carteles colombianos.
La detención de miles de violentistas en los desórdenes ocupa a los jueces y fiscales.
La colapsada agenda legislativa posterga reformas legales prioritarias para combatir el narcotráfico: dilata las reformas legales del sistema de inteligencia, de la orgánica de Carabineros, y la creación del Ministerio de Seguridad Pública.
A los narcotraficantes conviene el debilitamiento del Gobierno, la disfuncionalidad del Congreso y las acusaciones constitucionales al Presidente y al ministro del Interior y de la Seguridad Pública.
Juegan a su favor las divisiones y rechazos de la ley antisaqueos, sobre encapuchados y protección de la infraestructura crítica por las fuerzas armadas.
Los narcos están más seguros ocultando sus rostros. Les interesa que no se condene la violencia, la laxitud migratoria, que se sobrepase y restrinja la acción de las policías y soldados, que a estos se les desprestigie, que pierdan autoridad y se les prive de medios operacionales y de anticipación. Con estas falencias no es posible desenmascarar sus nexos internacionales y controlar la infiltración y las investigaciones para perseguir la corrupción del narcotráfico en los políticos, en las policías y en los poderes públicos, como es habitual en otros países.
Muchos políticos no quieren asumir estos daños, que se incrementan por compartir frontera con dos países mayores productores de cocaína del mundo. Otra vez dejan de manifiesto su desconexión con la realidad, con el interés nacional y la magra reputación de sus cargos.
El Gobierno debe buscar un pacto nacional, con parlamentarios oficialistas y de oposición, con organizaciones y referentes de la sociedad civil, con otros gobiernos y policías extranjeras con más experiencia. Es urgente combatir el poder de los narcotraficantes. Se requiere de acciones sistemáticas. El inmovilismo los favorece, son cada vez más poderosos y costará más combatirlos.