Vargas Llosa escribía que en el Tercer Mundo “lo prototípico de una elección tercermundista es que en ella todo parece estar en cuestión y volver a fojas cero; desde la naturaleza misma de las instituciones hasta la política económica y las relaciones entre el poder y la sociedad. Todo puede revertirse y, en consecuencia, el país retroceder de golpe, perdiendo de la noche a la mañana todo lo ganado a lo largo de años… Por esto lo característico del subdesarrollo es vivir saltando, más hacia atrás que hacia delante, o en el mismo sitio, sin avanzar”.
Y en ese punto de inflexión es donde parece que estamos. Como resultado de la violencia y del desafío al orden público y el consiguiente debilitamiento de las instituciones del Estado de Derecho, se consolidó la idea de reescribir la Constitución Política del Estado sobre una página en blanco. Subyacente a la discusión en curso existe un enfrentamiento radical entre dos visiones antagónicas respecto de la naturaleza de la democracia bajo la cual queremos vivir y en relación a cuál modelo de desarrollo debemos seguir. ¿Se trata del fin de la democracia liberal representativa (denostada una vez más como formal y burguesa) y su reemplazo por formas de democracia directa de tipo plebiscitario? ¿Estamos frente a la sustitución de la economía de mercado? ¿O bien mantendremos los principios fundantes de las democracias occidentales, que son precisamente la democracia representativa y la economía de mercado?
Una de las preguntas más interesantes que nos plantea la historia es por qué Latinoamérica —a diferencia de lo ocurrido en los países del hemisferio norte—, a pesar de la abundancia de sus recursos naturales, no ha logrado ni la estabilidad política de sus democracias, ni el anhelado desarrollo. Hay un factor común que ilumina al menos una parte del problema: una cultura política, largamente arraigada, que sostiene que todos los problemas tienen un origen constitucional y que se pueden remediar redactando una nueva Constitución. Así, una y otra vez, se vuelve a caer en la quimera utópica de que las carencias económicas y sociales se podrán resolver por el mero expediente de cambiar, una y otra vez, la Constitución.
¿De verdad necesitamos un cambio radical? ¿Una nueva Constitución podrá efectivamente satisfacer las demandas sociales concretas de la población? ¿Sirven los derechos económicos y sociales constitucionalmente garantizados si no existen los medios materiales para hacerlos efectivos? ¿Se puede aumentar el gasto social indefinidamente si no va acompañado de crecimiento económico?
Pues bien, por tres décadas las instituciones que Chile fue adoptando y adaptando permitieron el período de mayor crecimiento económico y estabilidad política de nuestra historia. Es más, este cambio en las condiciones materiales tuvo consecuencias sociales beneficiosas para la mayoría de la población, en términos de menor pobreza, mejor desarrollo humano, reducción de la brecha entre ricos y pobres en años de escolaridad, acceso a la educación superior, aumento de las expectativas de vida, democratización del acceso a la información y disminución en la desigualdad de los ingresos, sobre todo en las nuevas generaciones con mejor educación.
Se hablaba del milagro chileno. Pues bien, en materias terrenales los milagros no existen y los resultados alcanzados son la consecuencia lógica de ciertas políticas públicas aplicadas y de los principios que las inspiraron: democracia, derechos de propiedad, iniciativa empresarial, mercados abiertos, globalización y equilibrios macroeconómicos. Nada muy nuevo. Simplemente la receta que, desde hace un tiempo histórico muy corto, le ha permitido solo a algunos países del mundo superar el estado de miseria que con anterioridad, por milenios, acompañó a la humanidad.