En el documental “Chicago Boys” se relata que un grupo de promisorios jóvenes economistas de la UC (que serían los futuros “Chicago Boys”) fue invitado a La Moneda a exponerle al Presidente Jorge Alessandri su plan “neoliberal” para mejorar la economía del país. El entonces Presidente —que pertenecía a una derecha más estatista que la de hoy— le habría dicho a uno de sus ministros: “Por favor, ¡sáquenme a estos locos de aquí!”. Esos “locos” serían los que llevarían a cabo años después la transformación económica del país, la única verdadera “revolución” que se ha hecho en Chile en las últimas décadas, porque la revolución de la izquierda terminó en derrota.
Por los éxitos que esa “revolución” trajo en cifras macroeconómicas, al punto de convertir a Chile en la “estrella” de Latinoamérica, una mayoría de la derecha política y empresarial terminó abrazando la “doctrina Chicago” como una verdad revelada, de la misma manera que una mayoría de la izquierda de los 70 abrazó la doctrina marxista con fervor casi religioso. La diferencia es que el dogmatismo de los primeros tuvo mejores cifras y realizaciones que mostrar que el de los segundos, que no tenían sino fracasos que enarbolar (en Latinoamérica y en los socialismos reales). Sin embargo, la “doctrina Chicago” en su versión más extrema hoy empieza a mostrar sus grietas y falencias. Pero sus defensores se aferran con muelas y dientes a sus tablas de la Ley, como si cualquier otra alternativa solo nos llevara irremisiblemente al desastre y la decadencia
¿Acaso no hay otras formas de capitalismo más equitativo, o compasivo, o democrático? La realidad tiene muchas más dimensiones que las que un modelo interpretativo de esta (por muy notable que sea) puede darnos. Los neoliberales extremos y los marxistas radicales se parecen: sus reduccionismos tienen una base positivista y materialista. Para ellos —por ejemplo— las dimensiones culturales y espirituales del ser humano prácticamente son prescindibles. Para los marxistas dogmáticos, lo espiritual es “opio del pueblo”, y la belleza estética, un “lujo burgués”. Para un economicismo radical, la cultura de un país es un “adorno”, no un fundamento. Gabriela Mistral les responde: “la cultura es el alma del pueblo”. La economía es una dimensión muy importante, pero no la única. Dostoievski, el profeta ruso del siglo XIX, lo demostró en sus formidables novelas que los discípulos dogmáticos de Friedman y Marx no leyeron.
Muchos de los intelectuales neoliberales y marxistas suelen ser brillantes, pero su misma inteligencia se vuelve paradójicamente una causa de su ceguera, de su incapacidad para “sentir” y conectar con la realidad humana (“con la calle”, se dice hoy), que cuando quiere ser “reducida”, se rebela. Cuando estos intelectuales se encierran en sus burbujas teóricas, corren el riesgo de convertirse en “inteligentontos”. Así los llamaba —con sabiduría campesina— la madre de Nicanor Parra. Mucho doctorado, poco descenso de sus Olimpos.
Hoy en Chile estamos secuestrados por ellos: los que no quieren cambiar nada (Chicagos atrincherados en las oficinas de asesores de La Moneda) y los que quieren cambiarlo todo (revolucionarios que se han atrincherado en las calles y las barricadas). La inmensa mayoría de los chilenos son más sensatos y saben que se necesitan cambios urgentes, y no solo económicos (también culturales), pero esa inmensa mayoría no quiere Revolución sino Reforma. Si seguimos conducidos por estos líderes mesiánicos de distinto signo, en poco tiempo nos dejarán como legado un país en ruinas, sin un sentido común. Es hora de que quienes no nos aferramos a ninguna verdad revelada pero queremos un país desarrollado, con finanzas equilibradas, pero también más justo, y digno, y humano, levantemos la voz y gritemos lo mismo que Alessandri le susurró a un asesor en 1964: “¡Por favor, sáquennos a estos locos de aquí!”