Contorsionistas, escapistas, acróbatas, equilibristas, tragasables, payasos, forzudos, zanqueros, mimos, hombres bala, magos, malabaristas, tragafuegos, saltimbanquis, pantomimos, titiriteros, monociclistas, animadores, trapecistas, ventrílocuos, domadores, domados. Si uno mira nuestro Parlamento, especialmente en las últimas semanas, puede imaginar fácilmente analogías entre los personajes enumerados en el primer párrafo y algunos de los miembros del Poder Legislativo. Y eso no está necesariamente mal. El equilibrismo, por ejemplo, puede ser una destreza tan válida en un circo como en la política. Para qué hablar de los domadores y los hombres bala. Aclaro, además, que soy un amante del circo. Los disfruto todos, desde la más modesta carpa de balneario en época estival al más sofisticado show del Cirque du Soleil. Respeto mucho también el Circo Romano, uno de los formatos más antiguos y célebres del género. Ahí se desarrollaban duelos en que los “artistas” se batían literalmente entre la vida y la muerte. No es para mirarlo en menos. Pero el milenario arte del circo se fue degenerando con el tiempo. Su deformación más clásica es aquella en que el espectáculo ya no exalta la destreza física ni el talento representativo o humorístico, sino la rareza. Lo que peyorativamente se ha definido en nuestros tiempos como un
freak show. Esa degradación del oficio circense es la que recurrió a enanos, a gigantes, a mujeres barbudas, a hombres elefante o a siameses para cortar boletos. Y también al maltrato animal. Y fue esta modalidad de circo la que tendremos que comparar con lo que pasó en nuestro Congreso esta semana. Tanto en el Hemiciclo (la arena) como en la tribuna (la galería). La diputada Pamela Jiles, tras no participar en el minuto de silencio que se realizó por las víctimas del accidente aéreo del avión C-130 de la FACh, ingresó a la sala de la Cámara de Diputados con el rostro cubierto. No con un pasamontañas o una capucha (lo que habría sido más violento, pero menos ridículo), sino con la cabeza de un disfraz de personaje de cómic. Entró levantando la mano izquierda empuñada, gritando “todos contra Piñera”. Quienes —sorprendidos por la intempestiva irrupción— la miraron, rápidamente apartaron la vista, como cuando uno observa sin querer una escena íntima como de
toilette. El momento se reprodujo de manera instantánea en las redes sociales y también en los medios de comunicación tradicionales. Se “viralizó”, como se dice hoy. Igual que un virus. Y se convirtió en una de las imágenes más vistas y comentadas del jueves pasado. Pero su celebridad fue más bien triste. La expresión “tristemente célebre” creo que nunca calzó mejor. Se notó en los rostros de los otros parlamentarios (varios de ellos gladiadores y equilibristas de verdad), que ni siquiera hicieron muecas de disgusto, sino que pusieron la típica cara de vergüenza ajena. El título de esta columna es “pan y circo”, ya que alude al dicho también romano de dar alimento y entretención de poca calidad al pueblo para mantenerlo tranquilo. Y no hemos hablado del pan. Es que si un grupo de políticos se va a dedicar a ocupar el escenario solamente para hacer un show de mala calidad, no deja espacio ni tiempo para ocuparse de lo que verdaderamente importa, que es resolver las urgencias de quienes esperan que esta crisis sirva para mejorar sus condiciones de vida. Las cosas no están para payasadas.