Un pensador italiano sostenía que la historia de los pueblos se podía describir por el retorno de ciertos ciclos y contraciclos que volvían una y otra vez con las variantes propias de cada época. A veces, cuando se observa lo que acaece en Chile hoy, parece, en esa perspectiva, como si los protagonistas actuales fueran marionetas que estuvieran repitiendo sin darse cuenta una actuación que ya vienen representando otros durante décadas o siglos.
Cuando eso ocurre, se debería pensar cómo adaptar las instituciones de modo tal de darse las más adecuadas para encauzar esos movimientos sociales que necesariamente vendrán. Le creo a Tomasi di Lampedusa cuando sostiene que los pueblos poseen rasgos o cualidades cuyo cambio es muy lento, rasgos que perviven subterráneamente durante siglos, invarianzas (en la medida que existen en lo humano), estabilidades a las que solo sensatamente cabe amoldarse. Echo de menos, en medio de este fervor constitucional, la voz de los historiadores, quienes poseen la mirada del largo plazo y deben iluminar el proceso para procurar esa adaptación.
Así, pienso, debe existir una solución institucional más civilizada que la actual para resolver los periódicos conflictos entre dos legitimidades que atraviesan la historia de Chile republicano: una, quizás herencia de la monarquía, deposita la conducción del Estado en una figura fuerte, con amplias potestades jurídicas y simbólicas (el Presidente y sus ministros); la otra confía en la voz de un grupo heterogéneo, representante de distintas visiones políticas, económicas y culturales (el Congreso). La tensión violenta e irresuelta entre ambas legitimidades, hoy igualmente democráticas, es la gran trampa institucional que hace enfrentarse ciegamente a nuestros políticos y, si bien no la única causa, concurre a su desprestigio. Las últimas acusaciones han dado lugar a espectáculos y actuaciones humillantes, indignantes, turbias, en ambos bandos. Si el jefe del Gobierno no tiene mayoría en el Congreso es extraordinariamente difícil que gobierne; si el Congreso quiere gobernar, entonces, que se haga responsable del gobierno, asumiendo el jefe de su mayoría el poder. En este momento, en que todas las facciones políticas reconocen que existe una crisis gravísima del orden público, y que la mayoría del Congreso sostiene que el jefe de Gobierno y su ministro del Interior han sido incapaces de resolverla y, más todavía, en su intento han violado gravemente los derechos humanos, me pregunto —y creo que muchos otros también— cómo lo haría, en concreto, para resolver esta crisis la mayoría parlamentaria actual si estuviese en el poder.
Espero que la nueva Constitución —si es que la batalla actual entre ambos poderes da lugar a ella— contemple alguna forma de semipresidencialismo o parlamentarismo, que hace mucho debió haberse establecido y es una posibilidad de dar salida a este perenne y estéril enfrentamiento.