Nunca lo he votado. Lo he encarado en debates públicos. Escribí un opúsculo crítico de su figura y lo que representa. Con la popularidad por el suelo, lo más fácil es sumarse al coro de los que lo censuran. Los motivos sobran. Su silencio ese 18-O, sus teorías conspirativas, su declaración de “guerra”, su insistencia en atacar el síntoma, su retórica grandilocuente. Pero hay que ser ecuánimes: el Presidente Piñera asumió esos errores y enmendó el rumbo, privilegiando el bien del país sobre el amor propio. Desvinculó a las figuras emblemáticas de su equipo original, propuso medidas sociales ajenas a su programa, invitó a organismos internacionales de derechos humanos para que observaran lo que estaba sucediendo, avaló el co-diseño del Presupuesto 2020 con el Congreso, aceptó el proceso constituyente acordado por los partidos políticos, y el Gobierno viene de anunciar una política keynesiana para mitigar la recesión económica. No es poca cosa. Y como sea que se juzguen estas medidas, lo cierto es que han ayudado a canalizar la presión y a dibujar un nuevo horizonte.

Algunos culpan al Presidente por haber sacado a los militares a las calles y por la violación a los derechos humanos en el intento por reponer el orden público. Otros por no haber ordenado una acción más dura hacia los actos de violencia y contra los agentes instigadores. ¿Qué hubiese ocurrido, sin embargo, si las policías y las FF.AA. no hubiesen intervenido en esas horas críticas, o si hubiesen actuado como lo hicieron en septiembre de 1973?

Algunos lo critican por no haber anunciado de inmediato la aceptación de todas las demandas que se han expresado en las calles y en los muros de las ciudades, arguyendo que esta es la única vía para restablecer la paz. Otros, en cambio, lo acusan de haber renunciado a su programa de gobierno y abrazado las ideas de sus adversarios, con la vana ilusión de obtener a cambio un clima de normalidad. ¿Quién puede asegurar, sin embargo, que asumiendo de una vez todas las reivindicaciones se hubiese detenido la violencia, o que podríamos haber avanzado en el restablecimiento del orden público —como efectivamente ha ocurrido, según lo indican las estadísticas, la experiencia y valor del dólar— si el Gobierno no hubiese cedido en nada, con un Presidente porfiadamente aferrado a sus promesas de campaña?

A pesar del dolor y la incertidumbre —los cuales se distribuyen otra vez en forma desigual, pues afectan mucho más cruelmente a los grupos menos favorecidos—, y aun cuando falta mucho por hacer, la situación ha encontrado un cauce. Es un mérito de las instituciones democráticas, incluyendo entre ellas al Presidente de la República, que han acogido las demandas y las están procesando con el ritmo propio de una democracia.

El Presidente Piñera ha debido transitar por un desfiladero, y lo ha hecho aturdido por el estupor y sin hoja de ruta, porque no hay libreto ante lo que no tiene precedentes. Ha tenido que imponerse, como sabemos, ante los aventureros que han tenido la imprudencia de pedirle que abdique de sus responsabilidades. Ha tenido que luchar también, es probable, contra voces de su entorno que le instaban a la “mano dura” y a emplazar a la mayoría parlamentaria, en lugar de buscar acuerdos con ella. Y ha tenido que luchar consigo mismo para domesticar ese ego que a veces lo lleva a uno a preferir el testimonio y hasta el martirio antes que la concesión y la negociación.

En las semanas pasadas podríamos haber perdido la democracia. Una vacilación suya habría bastado para abrir una grieta sin retorno. Cuando se hace el balance de la conducta de un líder ante una crisis, lo que hay que juzgar no es solo lo que hizo, sino aquello que no hizo, a lo que renunció, lo que evitó que se hiciera. Desde este punto de vista hay que ser justos con el Presidente Piñera.