Frente a la situación de crisis social, con todos los desafíos que conlleva, la invitación es a elevar la mirada al Cielo, pero, y al mismo tiempo, a mirarnos a nosotros mismos.
Lo que celebra el dogma de la Inmaculada es que María, junto con ser preservada de todo pecado desde el momento de su concepción, vive su vida en plena sintonía con el plan original de Dios para el hombre y el mundo. Es decir, en ella se da esa armonía original del hombre con Dios, de los hombres entre sí y del hombre con la naturaleza. Todo esto es lo que rompe el pecado que encontramos en el relato de la caída de Adán y Eva (la primera lectura de hoy). María es la que recibe con total disposición la gracia de Dios para amar y servir al prójimo. Por eso en el evangelio de hoy se la llama “llena de gracia” y “sierva del Señor”, no en el sentido despectivo o peyorativo que hoy se le da a la “servidumbre”, sino por su disposición a darse a los demás alegre y generosamente Esta condición de María inmaculada nos indica cuál es en definitiva el sentido último de nuestra vida: amar y servir.
La fiesta de la Inmaculada nos recuerda que debemos volver a la propuesta de Dios para el hombre y el mundo, donde se daba esa armonía original, convivencia fraterna, y donde la vida encontraba su realización en el amor y el servicio.
La invitación de los obispos a mirar a María es muy atingente en estos momentos complejos y desafiantes que vivimos en nuestro país. Elevar la mirada al cielo e invocar a María no es una forma de esquivar el problema y delegar en ella, o en Dios, la responsabilidad de la solución. No. La solución tampoco es de quienes tienen cargos de autoridad. La solución pasa por cada uno de nosotros. Por lo mismo, hoy queremos mirar a María para comprender que debemos recuperar esa armonía original en nuestra convivencia.
Necesitamos recuperar a Dios en y para nuestra sociedad chilena. A muchos (me atrevería a decir una gran mayoría), la cultura del bienestar nos ha hecho creer que solo lo material e inmediato es lo que importa. Pareciera que el sentido último de lo que hacemos es acumular bienes para el bienestar presente y así asegurarnos el futuro. Hemos dejado a Dios de lado, relegándolo a un plano individual y medio mágico-infantil de nuestra vida. Hemos perdido el sentido de trascendencia, ahogándonos en lo inmediato. Pero al perder a Dios, hemos perdido también la relación fraterna entre nosotros. Nos hemos volcado a competir entre nosotros, muchas veces buscando surgir a costa de los demás. Atacamos, prejuzgamos, juzgamos y condenamos a los que piensan diferente y dejamos de actuar y transformar en lo que nos corresponde. Fácilmente nos quedamos atrapados en el conflicto, la revuelta, la angustia, el miedo, la violencia, esperando que alguien traiga la solución.
El momento presente requiere que cada uno descubra lo que le es más propio y lo ponga al servicio de todos. Toda la energía que gastamos en criticar, juzgar y atacar no resuelve nada. Por el contrario, hoy podemos sacar “la mejor versión de nosotros mismos”, contribuyendo a restaurar las confianzas, haciendo un esfuerzo por encontrarnos, escucharnos y caminar juntos.
Nos necesitamos unos a otros no solo para progresar como sociedad, sino para ser felices. Es tiempo de recuperar la armonía original destruida por el pecado.
La fiesta de la Inmaculada es una invitación a recuperar esa armonía perdida en nuestra convivencia, armonía que tiene que ver con recuperar “el sentido de Dios” para así recuperar la “relación fraterna” entre nosotros. Y para esto debemos partir por recuperarnos a nosotros mismos, reconociendo que la vida que tengo es un don especial y extraordinario que debo poner al servicio de todos. Solo así recuperaremos esa Paz a la que nos invita este tiempo de Adviento y esa paz que tuvo María para dar y servir con alegría.