Ante las demandas y presiones, la clase dirigente del país apostó por un histórico aumento del gasto y deuda pública. En lo inmediato, el esfuerzo mitiga el terremoto económico generado por la violencia y destrucción. ¿Y a más largo plazo? Incertidumbre. En 1990, el nivel de deuda de Chile era 43% del PIB. A punta de voluntad y crecimiento se bajó a 5% en 2006, para mantenerlo bajo 15% hasta 2014. Desde entonces ha venido en alza (25,6% en 2018), pero nada comparado con el espectacular salto de las últimas semanas: la proyección optimista indica que la deuda pública nacional se estabilizará en torno a 38% en 2024. Algunos aplauden, sin reparar en lo obvio: ¿Quién la paga? ¿Moya?
En retrospectiva, lo experimentado durante la última década por la juventud en Chile es extraordinario. No, no me refiero a los 10 años de crecimiento ininterrumpido, sino a la falta de inversión en capital humano.
Veamos, por ejemplo, 2011. Se estima que las paralizaciones de ese año afectaron al menos al 12% de los estudiantes del sistema educacional chileno. No existen datos precisos sobre su extensión por colegio, pero una estimación conservadora indica que se perdió en promedio un poco más de un mes de clases ese año. Y para muchos jóvenes las consecuencias fueron permanentes: las notas bajaron, la deserción y repitencia aumentaron (Riquelme, 2016; González, 2019).
La situación, como sabemos, no terminó ahí. Vamos ahora a 2016 y centrémonos en el colegio del que Camilo Henríquez pensó que alguna vez tendría como fin “dar a la Patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor”: el Instituto Nacional. Se estima que ese año sus egresados acumularon 13 meses de paro en seis años de estudio. Es decir, perdieron uno de cada cinco días de enseñanza entre séptimo y cuarto medio. Triste e impresionante debacle.
Pero el devenir del Nacional no fue excepción. Por ejemplo, la Municipalidad de Santiago informó en 2018 que sus liceos públicos habían acumulado más de 300 días sin clases en los últimos tres años por tomas y movilizaciones. Esperemos el nuevo recuento este año.
Y si hablamos de capital humano, no olvidemos a las universidades. Hay heterogeneidad en el nivel, pero los patrones son similares. Entre paros y tomas, se estima que en 2015 estas perdieron, en promedio, dos meses de clases. Las movilizaciones de 2018 significaron similares períodos sin instrucción y 2019 será peor. Hagamos álgebra: si perder 20% de las clases al año se hace costumbre, los futuros egresados de carreras de cinco años habrán tenido solo cuatro de formación.
El 77% de los menores de 30 considera que lo ocurrido en Chile desde el 19 de octubre ha sido necesario para hacer cambios y 65% reporta que las manifestaciones deben mantenerse hasta obtener respuestas concretas (Espacio Público-Ipsos). ¿Estarán ellas y ellos conscientes del gigantesco costo individual y colectivo de no haber invertido suficiente en capital humano? El país no debe obviar esta pregunta. En el último mes, dicha generación heredó una descomunal deuda. Responsabilidad obliga: ¿Alguien evaluó seriamente su capacidad de pago?