En algún momento de la juventud me quedó claro que los ateos solían trasladar la fe renegada o perdida hacia el conocimiento científico. Para dar un hecho por verdadero acudían a la comprobación científica, cuestión en la que fundamentalmente creían, ya que ellos mismos no habían presenciado jamás las demostraciones empíricas. No obstante, la enfática frase “está científicamente demostrado” antecedía siempre al término de las discusiones.
Muchas veces a la fe laica estas personas sumaban la fe burocrática: conversaciones sobre aspectos complejos de la conducta humana —asuntos de vida o muerte en los que nos proponíamos poner nuestra inteligencia y nuestra intuición— eran zanjados por nuestros antagonistas con la referencia a alguna revista de ciencia considerada infalible —o al menos seria— en la medida en que contaba con un “comité editorial conformado por figuras de renombre internacional”. Se reservaban comentarios socarrones para las Sagradas Escrituras y a la vez basaban sus convicciones en relatos de sujetos con corbata.
En el peor momento de la existencia, la adultez joven, me parece haber cedido a cierta flojera mental y consideré cómoda la idea de la inexistencia de Dios. Hasta que un amigo científico pero no ateo me dijo: Dios puede existir perfectamente. Esta afirmación hizo el efecto de un gong a cuyo toque se me encendieron todas las alarmas.
Mientras tanto, las nubes seguían siendo arrastradas pesadamente por el viento de las alturas, y el curso de los ríos seguía horadando las cuencas pétreas, y las ciudades se cubrían de humo rojizo en las tardes de verano, y en los campos se pudrían las frutas encajonadas, se quemaban las zarzas y se escuchaban disparos de cazadores lejanos. Con esto quiero decir: la vida continuaba como siempre, al margen de nuestras complicaciones con las palabras.
Se me permitirá no especificar si antes o después —ya que da esencialmente lo mismo— con mi amigo científico prolongábamos nuestras conversaciones a bordo de un tren o por el deslinde de una playa o fumando parados en una esquina santiaguina a cinco centímetros del micrerío. Él sostenía entonces que la petición de sentido que les hacíamos a las cosas era una superstición despreciable. Yo no entendía bien, porque el sentido era muy claro como instrumento clasificatorio. Lo que tiene sentido lo atesoro, lo que no, se tira a la pieza de los cachivaches. Luego, en una película de las que pasan en Semana Santa me fijé en el parlamento de un militar romano que comentaba sobre Jesús, un tipo que le traía problemas: “¡Lo peor es que propone que la vida tiene un sentido!”, decía con una mueca turbia.
Como sea, la vida hace lo que ha hecho siempre: continuar. Allá afuera podan las ramas altas de los árboles viejos, en la mediana distancia se escuchan bocinazos y gritos de advertencia, el siseo de una manguera, el rumor de los motores, las sirenas de incendio.