Existe hoy una crisis de provisión de vivienda en Chile. Es una crisis distinta a la de los años 80, cuando se calculaba un déficit de un millón de viviendas básicas, de tal modo que las políticas de Estado estuvieron por largo tiempo dedicadas a resolver un problema de cantidad más que de calidad. Ese inmenso déficit logró ser reducido hasta llegar a un décimo en la década pasada, al mismo tiempo que se mejoró el transporte público y se materializaron iniciativas para mejorar las condiciones de habitabilidad de los pobrísimos barrios que se habían generado a partir de la misma política de Estado de soluciones cuantitativas. Pero en años recientes, el déficit de vivienda se ha visto nuevamente incrementado por un inédito tipo de pobreza encubierta, que es la del hacinamiento invisible de jóvenes familias allegadas en las casas que sus padres y abuelos recibieron en su momento como solución de vivienda.
Aquí tenemos un desafío formidable: hemos aprendido como país el costo de segregar deliberadamente a grupos socioeconómicos distintos dentro de la ciudad, tal como hizo el Estado de Chile a partir de fines de los años 70 con sus campañas de “erradicación”, que en efecto desmembraron a comunidades consolidadas y las dispersaron por una periferia oculta a los escrúpulos de la élite, dando origen a un enorme cinturón de pobreza, abandono y resentimiento social que hoy se manifiesta y reivindica. Esta vez, los allegados deberán tener la oportunidad de encontrar una vivienda digna dentro de los mismos barrios y comunas donde crecieron junto a sus familias, manteniendo y fortaleciendo sus redes comunitarias.
Del mismo modo, la clase media chilena podría, si nos lo proponemos, contar con los apoyos suficientes como para acceder a una vivienda bien localizada y accesible financieramente. Chile ya lo hizo antes, durante décadas. Fueron esfuerzos ejemplares para construir conjuntos de vivienda colectiva económica y densa (a menudo en emprendimientos público-privados) en localizaciones céntricas, controlando así la especulación sobre el valor del suelo, que es hoy el principal factor de la crisis de vivienda, y compitiendo por una arquitectura y diseño urbano más innovadores. La participación de un Estado solidario es el requisito ineludible de cualquier plan de densificación urbana con el propósito de la integración social, tal como se vuelve a discutir hoy después de 40 años. Y es que, evidentemente, para lograr los objetivos de una planificación para el desarrollo humano y comunitario, las reglas del mercado –apenas reguladas y controladas, además– jamás podrán satisfacer por sí solas los propósitos del bien común; sino al contrario. Es cosa de ver el estado de la convivencia en nuestras ciudades hoy.