“¡Muera la inteligencia, viva la muerte!”, gritaba un general franquista que irrumpió en la Universidad de Salamanca en plena guerra civil española, ante el espanto de Miguel de Unamuno, que se había entusiasmado inicialmente con el franquismo, pero que se encontró de frente con un fascismo desatado, impúdico.
Decir “Muera la inteligencia” dentro de una universidad no solo es una provocación, sino una profanación. El lenguaje no es inocuo. Por eso es muy importante cómo se expresan los movimientos políticos. ¿Qué dicen los rayados de nuestras ciudades después de un mes de movilizaciones y qué lenguaje usan los que se manifiestan en la calle y en universidades y colegios? De a poco, se ha ido imponiendo un lenguaje denigratorio, destructivo, nihilista. Las consignas idealistas son superadas por invitaciones al odio, la quema, la funa, incluso la vejación sexual. Las demandas de justicia y equidad dan paso a invocaciones a la destrucción, el saqueo y derechamente la muerte, no solo la del Estado: la muerte de los policías, la muerte del Presidente, la muerte de los ricos, la muerte. Un resentimiento ciego suplanta a la indignación legítima y lúcida frente a los abusos, y se degrada en impulso tanático. Ese impulso genera nuevos abusos: los de los saqueadores y vándalos con el ciudadano secuestrado por el miedo. ¿Quién habla de estas nuevas formas de violación a los derechos humanos, no nombradas ni reconocidas como tales: la del pequeño comerciante vandalizado, la de la pobladora trabajadora sin transporte público, abandonada a su propia suerte en noches de violencia y terror? Pobres chilenos, pobladores y de clase media: empobrecidos y abusados por un sistema económico insensible antes, ahora abusados y empobrecidos por la furia lumpen-anarquista, que no los reconoce como sujetos dignos de respeto y solidaridad. El lenguaje anarquista-lumpen se empieza a parecer peligrosamente al lenguaje fascista. Las consignas nihilistas —nos lo enseña la historia— no tardan mucho en transformarse en acción, más ahora que cuentan con la velocidad digital para su propagación. “Siempre he soñado que mis palabras se conviertan en actos”, decía el nihilista Kirilov de la novela “Demonios”, de Dostoievski. ¿No están ya los demonios aquí?
Nos estamos acostumbrando a coexistir con un lenguaje regresivo, tribal, lenguaje de barras bravas, no discurso político consciente. Nos acercamos a la banalización de la fealdad y el mal. En un país de poetas tan delicados y finos como Violeta Parra, tan geniales como Huidobro, ¿por qué llegamos a esta devastación del lenguaje? “No más libros”: ¿rayado fascista o nazi? No, fue escrito en el frontis de la Biblioteca Severín, la biblioteca pública más antigua del país, en Valparaíso. Leo en un muro del puerto: “destruir todo por amor”. La aberración convertida en verdad: camino por una calle Condell reducida a cenizas y siento un escalofrío. Nuestro Guasón interior (el Encapuchado “chilensis”) vino a hacer su desquite, a cobrar una deuda que siente que la sociedad entera tiene con él. Viene a robar, saquear, quemar, no a construir un mundo nuevo, sino a decir: “todo esto es mío”. Su pulsión es individualista (roba plasmas y zapatillas de marca), y como lo dije en una columna anterior, es la “sombra” del neoliberalismo en versión lumpesca. Él es la víctima y nosotros debemos ser sacrificados para pagar esa “culpa”. La víctima se está convirtiendo en el victimario. Y cuenta con la anomia moral de quienes han callado ante sus abusos y tiene a muchos intelectuales universitarios dispuestos a darle un piso teórico a su acción. El papel lo aguanta todo. ¿Aplaudirán esos mismos intelectuales cuando mañana los lumpen-fascistas irrumpan en sus universidades y les griten en la cara “muera la inteligencia, viva la muerte”? Allí sentirán —espero— el escalofrío que sintió Unamuno esa mañana de 1936. Tal vez será demasiado tarde.