Una democracia sin manifestaciones se hace siempre sospechosa; las manifestaciones continuas y paralizadoras de un país entero ponen en jaque a la democracia, más todavía si van acompañadas por una ofensiva paralela de violencia inconcebible; se trata derechamente de una subversión, quizás sin cuartel general, pero de efecto insurreccional. No será violencia directa. Es sin embargo muy imperfecto definir las manifestaciones como “pacíficas”. Estas, como en toda democracia, irrumpen —generalmente de forma legal— e interrumpen, pero se canalizan en un tiempo razonable, ahora largamente superado. Ocupar indefinidamente las calles o plazas es al menos un acto de violencia implícita; impedir la asistencia a clases a profesores y estudiantes que desean mantenerlas es lo mismo. Extenderlo como se ha hecho lleva consigo propiciar una rebelión y derrumbe institucional, sea o no el objetivo inicial.
Salvo algunas excepciones, brilla por su ausencia todo esfuerzo por desmarcarse de la violencia aguda —diferente a esa más ocasional que surge por el fragor del entusiasmo— que ha desgarrado al país. Más bien, parece contarse con ella como asociada, portavoz, amplificadora que ayuda a radicalizar la situación. Quizás contribuyó la desorganización policial (o porque ninguna policía empleando medios pacíficos se la puede con la anarquía a esta escala), que hace que se combatan las manifestaciones y no los actos delincuenciales de saqueos y destrucción. Hay que saber sortear lo racional de lo irracional: de eso se trata el proceso civilizatorio.
El límite actual entre manifestantes y violentistas no es nítido, sino que consiste en una densa zona de ambigüedad, de modo que es casi imposible distinguir unos de otros. Los primeros han mirado con lenidad la acción violentista, participando en versiones soft de lo mismo —como si ello no fuera contradictorio con la indignación por la violación de derechos humanos que cometerían los carabineros—, junto a los guerrilleros/saqueadores urbanos, feroces, felices y entretenidos, que sí han declarado la guerra.
Estos, ¿quiénes son? Se les ha definido como mob, la sociedad de masas desprovistas de todo vínculo con sus raíces que, al aliarse con una élite política, dieron a luz al totalitarismo moderno. En nuestra convulsión presente quizás valga endilgarles la denominación de hooligans, los hinchas de clubes de fútbol ingleses que, v. gr., en 1985 asesinaron a 30 hinchas italianos en un estadio en Bélgica, todo ello con un tono de tribu salvaje y retórica chovinista. Los italianos no lo hacen mal en este sentido.
Como instigador o modelo —o conexión—, el estilo y los miembros de las barras bravas se arrimaron al mundo de las manifestaciones desde un primerísimo momento. En su vinculación casi inextricable con la delincuencia, con el anarquismo y la simpatía de actores del espectro político —los comunistas son maestros en estar simultáneamente dentro y fuera del sistema—, ostentaron talento táctico y estratégico en la guerra de insurgencia en cámara lenta, ahora acelerada, asumiendo ademanes de la canalla. Los principios no importan mucho, salvo la aniquilación de lo existente. Mientras los antiguos revolucionarios mostraban ascetismo (igual se corrompían cuando devenían en establishment), en estas demandas destaca el imperativo del goce inmediato, un hedonismo político. En la calle, el actual cemento que une a muchos manifestantes vocacionales es ese espíritu de hooligan, como la expresión de una sociedad de masas con maquillaje épico, desarticuladas otras apelaciones que otrora servían de amortiguación.