El secuestro es un delito que consiste en privar de la libertad a una persona o a un grupo de personas, normalmente durante un tiempo determinado, con el objetivo de obtener un rescate o el cumplimiento de otras exigencias.
Esa es la definición que se puede encontrar en Wikipedia y otras fuentes diversas respecto del secuestro. Los tipos de secuestro e historias sobre secuestros abundan por todas partes.
Lo que no encontré es información sobre la posibilidad de que un país entero esté secuestrado. Pero habrá que comenzar a escribir sobre eso.
Hace dos semanas les conté en esta columna que un amigo mío, tras la firma del acuerdo transversal sobre “la Paz, la Justicia Social y la Nueva Constitución”, comentó en un chat que se había sentido como secuestrado. Vio cómo un grupo de personas se tomaba la calle durante días y prácticamente paralizaba el país —privando a millones de su libertad de desplazamiento, trabajo, opinión, reunión, etc…— pidiendo el cumplimiento de algunas exigencias. Y cuando finalmente el Gobierno accedió a las exigencias, como renunciar a su programa de gobierno y abrirse a cambiar una Constitución que no quería cambiar, sintió una mezcla entre alivio e impotencia. Estaba aliviado, porque por fin los chilenos que se sentían como rehenes recuperarían la libertad, pero le molestaba el hecho de haber tenido que pagar forzadamente un verdadero “rescate”.
Mi amigo no sospechó que la situación que sintió como un secuestro no había llegado a su fin.
Si han leído historias sobre secuestros, o novelas, o incluso visto series en Netflix sobre este “género”, se habrán dado cuenta de que el caso típico del secuestro es que la banda de plagiadores está compuesta por dos grupos. Uno de ellos es el que llamaremos el “racional”. Este se caracteriza por pensar muy bien las cosas y elaborar un “plan de salida”, porque su objetivo es conseguir un beneficio concreto del secuestro. Al otro grupo lo denominaremos el “desquiciado”. A este le da lo mismo si el secuestro termina bien o mal, porque su móvil no es conseguir una recompensa concreta. Sus miembros están ahí motivados por sentimientos de rabia, venganza, o por el placer de sentirse poderosos. O por simple demencia.
En un secuestro típico, las cosas se desmadran cuando los secuestradores “desquiciados” toman el control y los secuestradores “racionales” no son capaces de administrarlos. Ahí ya de nada sirven la lógica, ni los negociadores expertos, ni mejorar el botín.
Es entonces cuando los rehenes empiezan a entrar en pánico. Algunos intentan actos heroicos o suicidas para conseguir desde dentro una liberación improbable. Otros se contagian con el “síndrome de Estocolmo”, en que el miedo los hace desarrollar una relación de complicidad con los secuestradores, transando libertad por seguridad.
Pero la mayoría de los rehenes solo esperan que todo termine rápido. Ojalá fuesen liberados de una vez, aunque saben que es improbable, porque el grupo “desquiciado” ya encontró en el secuestro un modo de vida mejor que el que tenía antes de la captura.
Por eso, saben que la única salida a estas alturas probablemente consista en un rescate por la fuerza, lleno de riesgos terribles, por cierto.
Para mi amigo, la noticia de este secuestro aún no se termina de escribir.