Las imágenes que percibo en videos o en transmisiones televisivas de ciudades que conozco bien, incluso de lugares o sectores en que he vivido, arrasadas, me impresionan, perturban y me llenan de preguntas. Cuando conduzco por Talca, voy lento registrando los destrozos que me remiten en la memoria a esos mismos lugares ahora en ruinas en su aspecto que tenían en otras épocas, como si la destrucción hiciera aflorar el pasado.
La calle Condell de Valparaíso, que tantas veces recorrí junto a seres queridos ya muertos, destruida, quemada, desguazada, me parece, por momentos, haber llegado ahora a un estado de deterioro que es la culminación de un proceso que viene llevándose a cabo durante décadas. La otrora elegante calle Valparaíso de Viña del Mar, cuando la visité hace un par de años, la encontré ya íntima y esencialmente destrozada, desfigurada, horrorificada. Santiago, por favor, ha sido sistemáticamente demolido en las últimas cinco décadas: no percibo “oasis” alguno en él, apenas algunos barrios tambaleantes y disminuidos. Los sectores donde vive la gente rica me parecen igualmente hostiles y mayoritariamente muy feos. Se piensa, equivocadamente, que el mero gigantismo y el brillo sustituyen una habitación de real calidad. He estado en condominios millonarios de terror, cuyo recuerdo figura después como escenario de mis pesadillas. El célebre Portal de La Dehesa es de un esperpéntico mal gusto.
Ahora, hoy, aquí cerca de donde escribo en Maule y en los alrededores de muchas ciudades de Chile, se están construyendo poblaciones para gente pobre indignas, que la condena a vivir en un lugar feo, sin áreas verdes, con pésima conexión a los centros de trabajo, en casas estrechas agrupadas en pasajes estrechos, en un diseño que replica las poblaciones marginales de Santiago, Concepción o Temuco. Vivir mal y habitar mal están muy próximos.
Las ciudades vienen siendo arrasadas hace mucho tiempo. El desarrollo urbano en Chile viene al menos al galope y sin contención. Entiendo que se genere un desafecto e, incluso, un odio contra ciudades tan poco amables. Y no es asunto de riqueza o de mayor recurso, sino de inteligencia, imaginación, previsión y, sobre todo, sentido de la belleza y educación. La destrucción, la quema vandálica, el daño gratuito realizado por el solo motivo de dañar, son la manifestación de un proceso de barbarización largamente incubado que se extiende a todos los segmentos de la sociedad y que ha golpeado a la élite de un modo particularmente fuerte. El modelo del “caballero” se cayó a pedazos y muchos bienes —como la querida Radio Beethoven— se hunden irresponsablemente bajo sus fragmentos por un plato de lentejas. Los bárbaros somos nosotros.