Cuesta entender hacia dónde va el fútbol chileno en estos días turbulentos. Cuesta porque los mensajes que envía a veces son velados, a veces contradictorios y a veces derechamente confusos. Hay, eso sí, un hecho indubitable: esta actividad económica, que es con holgura la que más y mejor recauda en la industria del deporte en Chile, depende para su correcto funcionamiento del visto bueno de las barras bravas. Una suerte de consentimiento que puede ser voluntario (las barras “se portan bien”) o forzado (las barras son controladas por Carabineros).
Esto ha quedado meridianamente claro con la votación del martes en la ANFP: como no hay garantías de seguridad, como está en duda el “consentimiento”, una gran mayoría de los clubes ha dicho que no se puede seguir jugando el campeonato.
La falta de quórum para hacer efectiva esta decisión podría subsanarse con otra votación (las bases no son “leoninas”, como dice Mosa, sino simplemente estrictas para impedir que un campeonato se suspenda, nada menos), pero la voluntad está ahí, inquebrantable: los clubes han dicho que no pueden hacer lo que tienen que hacer.
En otras palabras, han dicho que no pueden organizar el espectáculo deportivo que están obligados a producir. ¿Cuándo podrán volver a hacerlo? Tampoco se sabe bien, pero atesoran la dulce ilusión de que en algún momento del verano todo volverá a la normalidad. Gravísimo.
El Sifup, por su lado, ha tratado de equilibrarse entre la adhesión como gremio al movimiento social, la solidaridad con los trabajadores no futbolistas vinculados a la industria y el resguardo de la seguridad personal de sus afiliados. Con todo esto en cuenta, han decidido no seguir jugando. Están en paro, aunque el presidente, Gamadiel García, ha evitado pronunciar tal palabra.
De las tres reivindicaciones, la más fuerte es la última. Después de lo que ocurrió en La Florida, el sindicato tiene toda la razón para desconfiar de las promesas gubernamentales. Y le asiste el derecho a proteger a su gente, que ha denunciado amenazas creíbles (amenazas que deberían ser desactivadas por los organismos pertinentes, pero bueno).
Las dos primeras, en cambio, son más inestables: de hecho, pese a que las demandas sociales no han sido exactamente satisfechas, el Sifup ya accedió una vez a volver a jugar. Y la solidaridad con el resto del mundo del fútbol —que no podría ejercer sus oficios relacionados si, por ejemplo, se jugara sin público— queda vacía de contenido con la decisión tomada: tampoco podrán trabajar.
De momento, la ANFP ha programado fútbol profesional para el 3, 4 y 5 de diciembre, un manotazo postrero y apenas sostenido por la inercia institucional, que probablemente sirva para esgrimir ante el CDF que se mantiene la disposición a jugar (¿qué irá a pasar con ese contrato si el fútbol queda a la buena de Dios?); para que los jugadores sigan cumpliendo con parte de sus obligaciones al ir diariamente a entrenar (¿qué irá a pasar con esos contratos desde enero?), y para que los clubes se ilusionen con que sí tendrán copas internacionales el próximo año (¿que irá a pasar con esos cupos si lo que se grita a los cuatro vientos es que no se puede jugar fútbol en Chile?).
Entre medio, habrá tiempo para decidir si el campeonato se declara nulo o desierto, o bien solo suspendido para proclamar campeones, evitar descensos, repartir torneos sudamericanos y organizar “superligas”. Y santo remedio. Y aquí no ha pasado nada. Qué desastre.