Aún estamos sufriendo el impacto directo del estallido social en la economía, un fenómeno que ha implicado la destrucción de capital físico, la postergación de gasto, una alta incertidumbre, la alteración de la logística, la caída en el empleo y la pérdida de capital de trabajo. Cuando se restablezca el orden público pasaremos a una fase de transición, que tendrá como foco reparar lo dañado, restablecer las actividades habituales e implementar la agenda social e institucional. De ahí que las oportunidades para mejorar la trayectoria del crecimiento del país estén instaladas en el mediano plazo. Para aprovecharlas, es necesario introducir cambios importantes en el modelo económico.
Las dos últimas administraciones gubernamentales creyeron que se podía crecer sin rectificarlo. En un caso se pensó que el crecimiento se producía por simple inercia, por lo que no se le asignó prioridad política; en el otro se procuró duplicar el crecimiento solo mejorando el ambiente de negocios y las expectativas, sin reconocer las falencias que se vienen evidenciando desde hace años. La pérdida de dinamismo de la economía es clave para explicar la fractura que vivimos.
Este modelo nos permitió crecer cuando había grandes holguras, el entorno externo era favorable y las condiciones sociales eran muy diferentes a las actuales. Pero no tuvo la capacidad de adaptarse a los cambios que fueron ocurriendo en el entorno, porque los pilares a través de los cuales se organiza la sociedad están fuera de balance: la supremacía de los mercados sobre el Estado y la sociedad genera un sistema ineficiente en lo económico e inestable en lo político, por lo que su rectificación debe apuntar a generar un nuevo equilibrio entre ellos.
Hoy se hace urgente diseñar una agenda que aborde tres materias clave: aportar mayor seguridad en el acceso a servicios básicos de calidad; emparejar la cancha en que se desenvuelven las personas y las empresas, y abrir espacios a la colaboración como una herramienta que complementa a la del esfuerzo individual. Estas innovaciones institucionales han estado en el debate desde hace tiempo, pero ahora adquieren un significado diferente con la nueva mirada que tiene la sociedad chilena de sí misma.
Primero, es indispensable construir mecanismos que aseguren el acceso de la población a servicios básicos de calidad (educación, salud, pensiones e integración social y urbana). La confianza en el progreso de las personas y de sus familias refuerza los mecanismos del mercado y de la democracia. Sin embargo, la infraestructura social que genera esta confianza en el país se ha debilitado, como lo ilustran todas las encuestas de opinión.
Las iniciativas en estos ámbitos han estado sobre la mesa desde hace tiempo, al igual que en los debates de las democracias avanzadas. Entre ellas está el seguro único de salud propuesto por académicos de la Universidad de Chile (similar al que propone Elizabeth Warren en EE.UU.); el componente solidario del sistema previsional en la línea propuesta por Michelle Bachelet; los conceptos de integración social y urbana que se han debatido en el Consejo Nacional de Desarrollo Urbano y en las iniciativas de ley que se discuten en el Congreso, y un mecanismo para fortalecer la gobernanza de la reforma a la educación pública que está en curso.
La disposición para avanzar con efectividad y financiamiento permanente en estas materias ha recibido un importante impulso, por lo que se deben lograr acuerdos amplios, aunque su implementación sea gradual.
Segundo, es indispensable emparejar la cancha, lo que significa reducir la alta concentración que existe en los mercados. El fundamentalismo de los mercados libres no conduce a una competencia pareja, sino a la mantención del poder monopólico en el tiempo, que incluso puede aumentar cuando los que están mejor posicionados tienen una ventaja para aprovechar los cambios tecnológicos o económicos en su beneficio. Esto ha ocurrido en las décadas recientes, tanto en Chile como en el mundo.
Según los datos del SII, la concentración de mercado en Chile, medida a través de la participación del 1% de las empresas de mayor tamaño en las ventas totales, ha aumentado en los últimos 15 años. Por ejemplo, en la industria manufacturera pasó de un 77% a un 90% entre 2005 y 2018; en la construcción lo hizo desde un 62% a un 69%, y en el comercio el aumento fue desde un 71% a un 79%, siempre en el mismo período. En estos tres sectores opera la mitad de las empresas que existen en el país.
Esta tendencia reciente se suma a la característica estructural de una alta participación de las grandes empresas en la actividad económica, que alcanza a un 75% en Chile, mientras en los países avanzados es alrededor de un 40%, según los datos de la OCDE.
Es evidente la dificultad que tiene la cohesión social y la democracia en una sociedad con esta realidad. Pone de manifiesto que una cancha pareja es clave para la entrada de nuevos actores a los mercados, uno de los principales determinantes de la evolución de la productividad. Es decir, la alta concentración es negativa para el crecimiento. Esta relación, que está claramente documentada en países avanzados, podría explicar uno de los enigmas de la evolución reciente de la productividad en Chile.
Restablecer el balance en el modelo económico requiere generar mecanismos institucionales para asegurar que los mercados funcionen en beneficio de todos. La defensa de la competencia ha descansado por décadas en la idea de que basta castigar ciertas conductas específicas, como la colusión o los acuerdos de precio, y otorgar amplia libertad en el resto. Este enfoque es muy insuficiente en la actualidad, porque las grandes empresas encuentran otros caminos que están fuera del perímetro regulatorio, para levantar barreras a la competencia. Emparejar la cancha exige regular a través de mecanismos efectivos que impidan la generación de poder monopólico en los mercados.
Tercero, reencauzar el modelo requiere renovar los mecanismos institucionales para organizar el progreso económico. En la actualidad se supone que la prosperidad viene fundamentalmente del despliegue espontáneo en los mercados, con una acotada participación del Estado. El cambio que se requiere no consiste en desplazarse dentro del eje Estado-mercado, ya que ambas herramientas han demostrado que tienen serias limitaciones para abordar los desafíos de generar buenos empleos, avanzar en la economía del conocimiento, mejorar la competitividad y extender el emprendimiento. Lo que se necesita es introducir un componente de colaboración que no es recogido por los instrumentos tradicionales.
Las persistentes señales de debilidad de nuestra economía (bajo crecimiento; fuerza de trabajo sin mayor desarrollo de habilidades; excesiva rotación laboral; casi inexistente inversión en investigación y desarrollo; sistema de capacitación que no cumple sus propósitos, y escaso vínculo entre universidades y empresas) no se podrán superar sin incorporar la colaboración en los mecanismos institucionales para organizar la economía.
La experiencia de los países de ingreso medio que dieron el salto al desarrollo muestra el beneficio que implica incorporar a todos los actores (Estado, empresas, universidades, sociedad civil) y crear una institucionalidad efectiva que permita la gobernanza de este esfuerzo colectivo, especialmente en los entornos territoriales.
En síntesis, en las condiciones actuales es urgente construir un modelo económico que tenga un equilibrio en los pilares de la convivencia. Ello se logra generando una infraestructura de servicios básicos que nos acerque a los niveles de cohesión social que existen en democracias avanzadas, asegurando una cancha efectivamente pareja en lo económico y en lo social, y construyendo mecanismos institucionales para promover y potenciar la colaboración en las actividades productivas.