Hay momentos en los que uno se pregunta qué utilidad tiene escribir. Más argumentos, más matices, más autores, en realidad no aportan nada. Estamos inundados de diagnósticos, dominados como siempre por el enfoque económico, salvo que esta vez la fatalidad no sería engendrada por la falta de riqueza, sino por su desigual distribución. Se acumulan los llamados a reformas para refundar el orden socioeconómico, así como los mea culpa de los detentores del poder por la ceguera y la codicia, acompañados de la promesa solemne de enmendar el rumbo. A la par, se arguye que a la base de todo hay un ordenamiento político sin legitimidad, y de ahí el acuerdo para concordar una nueva Constitución. Al pasar de los días toman fuerza las voces escandalizadas por la violencia, incluso desde sectores que hasta ayer la avalaban como el gatillante o el costo de un cambio, seguidas por llamados a unirse para el restablecimiento del orden público, sin lo cual no hay democracia posible y crece el riesgo de una reacción autoritaria.
No hay mucho que agregar. Todo indica que ante la revancha de las pasiones, el raciocinio se vuelve impotente. Solo queda el silencio o la experiencia. En mi caso, aludir a una vivencia que marcó mi vida, el Golpe de 1973.
Tenía 21 años y era dirigente de una de las dos fracciones del MAPU, la más intransigente ante cualquier tipo de negociación, como la que intentaron sin éxito el Presidente Allende y el PDC a instancias del cardenal Silva Henríquez. Sabíamos que una intervención militar era inevitable. Aunque hablábamos de ella, no hacíamos nada para evitarla ni para prepararnos. Vivíamos en el mundo de las palabras. Por eso cuando sobrevino nos quedamos como sonámbulos.
Me he preguntado hasta la saciedad cómo fue que llegamos a eso. Solo pude articular una respuesta cuando cayó en mis manos un libro del historiador estadounidense Steve J. Stern. “La imagen de un cuerpo político que no tenía límites en su resiliencia y capacidad de negociación”, dice el autor, impedía emocionalmente a los militantes de izquierda de entonces ver y aceptar “que Chile se encontraba al borde del abismo”. Estábamos dominados por la negación, aferrados a la fantasía de que en Chile “no se materializarían dictaduras verdaderas, ni represión dura, ni guerras civiles o baños de sangre”. Aun con La Moneda bombardeada y el Presidente Allende muerto, seguíamos creyendo “que la violencia inicial menguaría y daría paso a un golpe blando”. Así, “el futuro imposible había llegado y, sin embargo, se lo seguía considerando inverosímil”.
Solo tras el pasar de los meses caímos en cuenta de lo que había sucedido. El 11 había terminado con la vida tal como la habíamos conocido y proyectado. Fue ahí que aprendimos “la posibilidad del mal como un elemento limitador”, como le llama Tony Judt. Desde entonces nunca más nos sacamos el miedo de la piel. No solo el temor a una fuerza externa, la dictadura, sino el miedo a nosotros mismos, a lo que podíamos engendrar si no sabíamos poner límites a nuestras ilusiones. Desde entonces no volvimos a ver al mundo como algo que se podía reinventar desde cero, y la obsesión por el orden se volvió, lo reconozco, algo así como una adicción.
Lo sabemos de sobra: de nada vale la experiencia de los antecesores. Toda nueva generación mira al pasado como un fracaso estruendoso e imagina el futuro como algo nuevo y radiante. Pero a todas les toca alguna vez sentir en su propio cuerpo que “el futuro imposible había llegado”. Quizás esa hora se acerca. Nada ni nadie lo puede evitar. Cada cual debe hacer su propia experiencia. Cada cual debe cumplir con su destino. El nuestro, el de los mayores, es no dejarnos inhibir y contar lo que hemos vivido.