La conversación fue a finales de 2015, cuando Sampaoli iba de salida de la selección, Jadue ya alojaba en Miami y la ANFP era un incendio. Yo trabajaba en TVN y uno de los comentaristas del canal era Luis María Bonini, el recordado y fallecido PF de la época de Bielsa. Conocedor profundo de la “generación dorada”, Bonini sostenía que más allá de las características profesionales que tuviera el sucesor de Sampaoli (en ese momento, Salah y Fazio negociaban con Pizzi), se necesitaba una voz de mando fuerte en el staff técnico. No solo alguien que inspirara respeto profesional, digamos, sino que tuviera “autoridad” práctica dentro del camarín, con lo que eso implica en términos de disciplina y exposición pública, por ejemplo.
Esa fue una de las gracias de la dupla Bielsa-Bonini: cumplió con ambos roles y además tuvo la ventaja de que, en sus tiempos, los pilares de la Roja eran aún muy jóvenes y recién asomaban sus narices en la alta competencia europea; no estaban consolidados y tenían mejor “disposición” a escuchar (al menos sin los audífonos puestos) cuando les llegaba algún “consejo” perentorio.
El tiempo demostraría que Pizzi y su cuerpo técnico no cumplieron con el requisito que pedía Bonini (tampoco el de Sampaoli), lo que avivó la cueca de los liderazgos personales, los mensajitos, las rabietas, las desconocidas, las “banditas”, con el resultado que ya conocemos: Chile fuera del Mundial de Rusia, el camarín en proceso de partición y un rendimiento en la cancha en franco declive.
Con ese escenario se encontró Reinaldo Rueda cuando llegó a la selección a comienzos del año pasado. Y en su primeras declaraciones, al ser consultado por el “camarín más caliente de Sudamérica” su respuesta fue esta: “No entiendo cómo una selección tan exitosa tenga ese ‘INRI'. No sé cómo hacen para tener tanto suceso si tienen ese calificativo. Tocará enfriar el camarín con algo. No entiendo hasta dónde sea cierto todo”.
Vistos con los ojos de ahora, y con toda el agua que él mismo ha visto pasar, lo de Rueda en enero de 2018 parece casi una ingenuidad. De hecho, hay algo en el técnico colombiano que no termina de cerrar. Algo en su discurso público, algo en su tono emocional. ¿Tiene el control de la Roja o no?
El último episodio no hizo más que acrecentar las sospechas: la negativa a jugar en Lima, acordada por el equipo cuando ya estaban todos en Santiago, listos, creía Rueda, para entrenar, dejó en claro quién manda acá. Se podrá esgrimir que la situación política del país exculpa al colombiano en esta vuelta, puede ser, pero el problema de base sigue ahí, acechando.
Rueda tampoco colaboró mucho al lanzar la idea de que se podía marchar de la Roja: no era el mejor momento para decirlo, aunque lo creyera genuinamente y las razones tuvieran que ver con los dirigentes y no con los jugadores. No era el momento, porque en el torrente informativo que vivimos desde el 18 de octubre los contextos suelen difuminarse y quedan solo las cuñas: “Si yo vengo a trabajar en el fútbol y no hay fútbol, me tengo que ir. Esta es una situación atípica. La gran pregunta es cuándo se va a normalizar”. Si había que apelar al corazón de los hinchas en un momento así de delicado, la elección discursiva y emocional de Rueda falló clamorosamente.
“¿Se quiere ir? Que se vaya” fue la reacción tipo de los fanáticos, que tampoco han disfrutado de una Roja particularmente lustrosa desde que él está a cargo.Y aunque nadie puede dudar de las credenciales del colombiano —su currículum, el cuarto lugar en la Copa América y unas eliminatorias todavía intactas siguen avalándolo—, ni tampoco del éxito en la solución blanda y de largo plazo que encontró para el “caso Bravo”, es un hecho que, para agarrar bien las riendas de este caballo chúcaro que es la selección, le hace falta, mucha falta, alguien como Bonini y su vozarrón. ¿Hay de dónde sacarlo?