La mayoría del país político convergió en el acuerdo de una nueva Constitución. Respuesta a un aullido desde lo hondo, también con faz orgiástica: vandalismo/bandolerismo provisto de envoltorio ideológico, justificado como “resistencia” —código irresistible— de los “de abajo”. En peculiar ironía de una época que se jacta de la memoria, la quema de iglesias y el arrasamiento del Soldado Desconocido —símbolo de la era democrática, por si alguien lo ignora— y el erradicar nombres, la jerga procaz, el despliegue de banderas mapuches, en realidad producto de ideologías indigenistas del siglo XX de raíz última europea. ¿Qué tiene que ver todo esto con el mantra de la Constitución, extraña utopía que acompaña a estas democracias incompletas, o la historia de dos siglos en América Latina? Lo mismo la idea de una asamblea constituyente, que de la nada crearía una sociedad maravillosa. Confieso que abrigo con temor esta posibilidad, siempre un camino a encallar, o culminar en un caudillo absoluto desprovisto de toda noción de democracia. Cualquier asamblea abierta es dominada por el que tiene más tiempo de perorar interminables discursos hasta asegurarse, por cansancio, de la respectiva mayoría. Esta patología constitucional, con más de 250 constituciones entre 1808 y nuestros días —la ecuatoriana y la boliviana son las últimas de ellas—, lo que nos debiera avergonzar, acompañante de la historia de la región.
Ello no quita que, por razones que nunca dejan de tener algo de misterioso, laberíntico, podría resultar en apaciguamiento de la excitación y en una salida razonable, mas no porque una Constitución en sí misma produzca la felicidad. Podría ser el camino de retorno a la sensatez con dirección hacia lo que no me avergüenzo de llamar la normalidad, meta cambiante y a la que sin embargo el dinamismo humano siempre empuja. Para ello se requiere de ese golpe de genialidad de gran estadista, don mágico, y que para estos casos Ortega y Gasset definió cristalinamente: llevar a cabo la revolución y la contrarrevolución en un mismo acto, anticipándose a la gran crisis. ¿Seremos capaces?
Una Constitución no construye un país; en el mejor de los casos lo refleja. Lo que sí puede es hacerlo ingobernable, lo que se teme de un proceso constituyente siguiendo la utopía en boga. La historia constitucional de Chile no ha sido tan pobre en democracia como se afirma. Las constituciones del XIX, de 1828 y 1833, no son muy diferentes entre sí; sostuvieron no a una democracia perfecta (¿existe?), sino a un proceso que desarrolló la democracia política. La de 1925 está asociada a lo que en el continente se consideraba la democracia más sólida de América Latina; esa misma democracia fue la que se precipitó en la crisis. La Constitución de 1980 tiene un pecado original del que no se librará, porque ese año no era 1833, cuando la república todavía balbuceaba. Fue aprobada abiertamente solo por un sector, con procedimientos inapropiados para una democracia de fines del XX. Ello no quita que gran parte de su texto —más allá de lo que estaba recortado para Pinochet y otras disposiciones— correspondía al desarrollo constitucional moderno. Y ha tenido su propia historia. El quorum supramayoritario y las disposiciones económicas, como la autonomía del Banco Central, son disposiciones para fortalecer la autodisciplina, ese obligarse a sí mismo sin el cual no existe sociedad humana que funcione, para revelar las potencialidades del ser que la habita. Claro, es una forma. Resta el fondo, lo más difícil, reconstruir y hacer mirar el país hacia lo que verdaderamente lo pueda mejorar yendo más allá de las fáciles utopías.