Durante más de una década, los seleccionados chilenos han sido un referente obligado, ganado en terreno y en batalla: fueron los elegidos para romper una historia centenaria de fracasos y penas. Ungidos en héroes, obtuvieron su lugar en el Olimpo pese a que la mácula de la inconducta siempre estuvo presente en ese tránsito.
Por supuesto, las medallas en el pecho no los entronizan como analistas permanentes de la realidad política ni social, pero su origen y éxito los convierten en un grupo más que representativo de la aspiración permanente a la movilidad social, del talento y el trabajo convertidos en herramienta para ascender la pirámide y, por último, de voz conocedora de los reales problemas de la gente, mucho más que los economistas de Chicago o los políticos de Harvard.
Los seleccionados convocados por Rueda la semana pasada provenían, todos, desde el extranjero. Son la élite, el privilegiado grupo que convive con la más alta competencia y, obvio, los más elevados estándares del oficio, lo que les permite comparar y juzgar. En pocas partes del planeta la inequidad es tan marcada como en Chile, y la respuesta ciudadana tuvo tanta masividad y generó tanta violencia al mismo tiempo, que el estallido tuvo eco universal.
El anuncio de no jugar el partido contra Perú, por ende, debió tener una sintonía más abierta y evidente con la realidad, con el pueblo y con sus circunstancias. Un comunicado frío, con membrete de la ANFP, sin explicaciones reales, convincentes y empáticas fue una muy triste manera de subrayar un gesto, más aún si —según Gary Medel— fue una decisión unánime del plantel. Poco importa, a estas alturas, si se perdió además la opción de avanzar en la preparación para las clasificatorias.
No hubo, públicamente, ningún seleccionado que se acercara a las víctimas, ni visitara los sitios más vulnerables, ni se acercara a la gente perjudicada. No hubo un lienzo, un brazalete, un minuto de silencio, un apretón de manos, una palmada cariñosa, como este mismo grupo sí supo hacerlo en Temuco tras el asesinato de Catrillanca.
No es el fin del mundo, claro. Es apenas una oportunidad desperdiciada por un gesto vacío y triste que no incidió, ni para bien ni para mal, en el devenir de la historia, donde estos hombres importantes pudieron cumplir un rol más trascendente. Ni tampoco fue un desperdicio, porque en su lugar apareció el revitalizado Sindicato de Futbolistas Profesionales, que con sensatez y cordura condujo a una unidad sanadora y al ejercicio necesario de empujar los acuerdos.
Fue en el Sifup donde hubo empatía con los trabajadores más vulnerables de la industria, preocupación por solidarizar con las demandas y, sobre todo, por comprender el rol del fútbol en el tejido social. Quizás porque, como este estallido lo ha dejado en claro, mientras más alto estás, más cuesta ver lo que está pasando.