Durante los próximos meses —desde anoche no cabe duda—, Chile estará inmerso en un proceso constituyente; pero ¿en qué consiste exactamente este último? Aparentemente es muy sencillo. Un proceso constituyente es un mecanismo para escribir una nueva Constitución en una hoja en blanco.
Pero esa sencillez es solo aparente.
Porque hoy en Chile, a pesar del acuerdo alcanzado, hay dos concepciones de Constitución en debate, dos formas de concebir la vida en común. Y este será, a pesar de los abrazos y el acuerdo, el debate que viene.
Qué concepción inspirará la escritura de esa hoja en blanco.
Hay quienes (los liberales en un sentido amplio) piensan que una Constitución es un conjunto de reglas que disciplinan la competencia pacífica por el poder. Ella sería un conjunto de reglas neutrales que confieren a todos los partícipes del juego democrático la oportunidad igual de hacerse del poder sin recurrir a la violencia. Llenar la hoja en blanco sería entonces establecer un coto vedado al poder (los derechos de las personas) y un procedimiento para decidir pacíficamente quién lo ejerce. Una Constitución liberal no se pronunciaría por ninguna concepción de la vida en común, sino que crearía un ámbito para que todas compitieran entre sí.
Pero hay también otra manera de concebir una Constitución. Una manera que es no liberal o conservadora. Conservadora porque cree que al lado de los individuos hay un sujeto colectivo, el pueblo, con una identidad distinta a la de los individuos.
Es lo que piensan quienes afirman que una Constitución es una decisión sustantiva del pueblo acerca de sí mismo. Llenar la hoja en blanco sería el acto en virtud del cual el pueblo (su modalidad más habitual es la nación) se constituiría como sujeto histórico, un proceso a cuyo través el pueblo decide cuál será la forma de su existencia política. En esta forma de concebir la Constitución —como una decisión del pueblo acerca de su ser— no hay neutralidad alguna ni una simple composición de intereses. Lo que habría es un momento extraordinario en que el pueblo, sin sujeción a norma alguna, decide qué y cómo quiere ser.
La diferencia entre una concepción liberal y otra que no lo es, es la siguiente. Para la primera, las sociedades son conjuntos cooperativos de individuos, cada uno persiguiendo su proyecto de vida; para la segunda, la conservadora, son vidas amalgamadas, vidas que deciden compartir una misma concepción acerca de lo que vale la pena.
Para la primera, diseñar una Constitución equivaldría a elaborar un procedimiento de composición de intereses, un procedimiento lo más neutral posible. Se trataría de establecer las reglas del juego de la política, nada más un procedimiento que haga probable el mejor resultado.
Para la segunda, diseñar una Constitución sería la forma en que el pueblo concibe su propia existencia política. Elaborarla sería el grado cero de la política a partir del cual la convivencia se diseña íntegramente de nuevo. Una nueva Constitución no podría resultar de una reforma de la actualmente existente. Algo así —someter al pueblo a reglas previas— equivaldría, piensan, a negarle su momento soberano. Este es el argumento de la hoja en blanco que anoche se repetía una y otra vez.
¿Cuál de esos puntos de vista habrá de primar? Las diferencias entre ambos, hasta ahora soterradas, decidirán el destino que aguarda al país.
El punto de vista no liberal hipostasia al pueblo y lo transforma en un sujeto distinto a los individuos que lo componen, posee un tinte religioso (o teológico político, más bien) que suprime o inhibe la pluralidad de la comunidad política. El punto de vista liberal, en cambio, es más amistoso con la diversidad de mundos de la vida en que consisten las sociedades modernas.
Ese es el dilema que Chile principia a enfrentar. Es el gran debate que ahora se inicia: ¿somos una asociación de distintos proyectos de vida (en la que cada individuo coopera con otros) o una comunidad homogénea (en la que cada individuo comparte la misma conciencia moral con los demás)?
La cuestión constitucional, entonces, no es estrictamente hablando una cuestión técnica, un asunto de juristas, sino una cuestión política, un asunto en el que se ponen en juego, y se enfrentan, modos distintos de concebir la comunidad política, la vida en común.
Usted puede concebir la vida en común como un ámbito en el que deben coexistir múltiples intereses contrapuestos, sin que ninguno de ellos deba rendirse ante cualquier otro. Así concebida la vida en común, la cuestión constitucional es el esfuerzo por diseñar reglas que hagan posible que la libertad individual de cada uno pueda coexistir con la de los otros. Se trata de una concepción adecuada a la secularización del mundo moderno.
Pero también usted puede concebir la vida en común como una comunidad, un conjunto de personas con una identidad compartida , un compacto arrecife de coral que cada cierto tiempo —y para quienes así piensan estos días serían uno de ellos— decide revisar la modalidad de su propia existencia. Es esta una concepción cuyo origen religioso y confesional —todos hijos de lo mismo— es innegable. Una prueba de que cierta izquierda —que anhela con ardor la cohesión social— sigue nostálgica de la fe.
El debate constitucional que se inició anoche es, a fin de cuentas, un debate entre esas dos formas de concebir la vida compartida.
Carlos Peña