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Editorial
Viernes 15 de noviembre de 2019
Legitimidad constitucional
Es crucial que este proceso se desarrolle en libertad y con pleno respeto al Estado de Derecho.
Fuerzas políticas de oficialismo y oposición buscaban alcanzar anoche un acuerdo para llevar a cabo un proceso de sustitución de la Constitución vigente. Este consideraría la convocatoria de un plebiscito donde la ciudanía escogería entre dos opciones la composición de un nuevo órgano o asamblea que, en el plazo de un año, redactaría el nuevo texto. La evaluación de los términos de este eventual acuerdo estará ligada al modo en que se respondan las interrogantes que aún están abiertas, pero cabe desde ya afirmar que el producto de este proceso será legítimo en la medida en que se desarrolle en libertad y con pleno respeto al Estado de Derecho. Ello supone tanto la existencia de condiciones que permitan el buen desarrollo del proceso deliberativo (tema que se trata aparte en esta página) como su adecuación dentro del orden institucional existente, respecto del cual no puede representar una ruptura.
Cambiar la Constitución en el marco del Estado de Derecho exige respetar su Capítulo XV, que establece los requisitos para modificar el actual texto, pero también para acordar la modificación de esos mismos requisitos. La Constitución chilena está abierta a cualquier procedimiento de cambio que surja del diálogo político. Únicamente exige contar con un amplio consenso de los dos tercios de los miembros en ejercicio de cada cámara del Congreso y del Presidente de la República al momento de definir tal procedimiento, y ese es el sentido de la negociación en desarrollo. En rigor, el acuerdo sobre la forma en que se buscará reemplazar la Constitución puede ser cualquiera, sin embargo, la definición inicial de este cauce es responsabilidad del poder constituyente legítimamente establecido.
Así, el Congreso y el Presidente de la República tienen la responsabilidad, también histórica, de sentar las bases para que el resultado del proceso no pueda ser calificado de espurio e ilegítimo en su origen cuando dentro de diez, quince o cincuenta años más vuelvan a surgir inquietudes constitucionales. Para esto es crucial que no se cometan errores en materias procedimentales. El primero y más grave sería asumir que la normativa vigente ha sido sobrepasada por las demandas de la calle y que, por lo tanto, sería lícito o incluso necesario hacer a un lado las instituciones ampliamente establecidas o ratificadas en el proceso constituyente del año 2005 y reformas posteriores. El país no merece semejante degradación de su vida pública, que implicaría echar así por la borda las instituciones democráticas del país.
Hacia adelante, será determinante la responsabilidad con que asuman su tarea los distintos actores, en particular quienes eventualmente integren la asamblea ciudadana que se pretende crear. Experiencias recientes en materia de reformas constitucionales acotadas, como lo ocurrido al establecer la figura de los gobernadores regionales y su elección popular, constituyen una advertencia en este sentido. Entonces, en una situación de normalidad social, parlamentarios de todos los sectores concurrieron a aprobar una reforma que —según muchos reconocían— estimaban profundamente negativa por su inadecuado diseño, pero que —creían— gozaba de alta popularidad en sus regiones. Tal falta de liderazgo no puede volver a repetirse cuando el país se encamina a la delicada tarea de redefinir todo su ordenamiento constitucional. Se trata, tal vez, del mayor desafío que representa este proceso, alentado por una movilización ciudadana masiva y en un contexto que también —no cabe ignorar— ha estado fuertemente marcado por la violencia.