El período de Frédéric Chambert (2016-2019) al frente del Teatro Municipal culmina con esta lograda versión de “Fausto” (Charles Gounod, 1859), que llegó sin los diálogos de su versión original y en cinco actos divididos en dos partes, más la incorporación del aria “Si le bonheur a sourire t'invite”, de Siebel.
La dirección musical de Pedro Pablo Prudencio fue efectiva, fluida y generalmente de gran contundencia sonora. Se diría que potenció con el sonido un efecto teatral impresionante, lo que implica ganancias en impacto y desmedro de sutilezas. El maestro optó por
tempi rápidos, lo cual si bien energizó el desarrollo también causó algunos trabalenguas en el vals “Ainsi que la brise légère”. Su conducción fue convincente porque atendió el desarrollo escénico y cuidó de los protagonistas vocales, asunto en especial difícil en el cuarteto del jardín “Seigneur Dieu, que vois-je?” y en la escena de la muerte de Valentín, donde, en una opción de gran sentido, la plegaria del coro emergió más murmurada que cantada. Fue notable la tensión conseguida entre el foso, el órgano y los solistas durante el asedio infernal a Margarita en la iglesia (escena trasladada al momento posterior a la muerte de Valentín), como también el terceto final que queda resonando en el público como un himno de salvación. Espléndido papel cumplió el Coro, de admirable robustez sonora.
Este “Fausto” de Gounod mira de bastante lejos el “Fausto” de Goethe, y centra su atención en el episodio de la seducción de Margarita. El asunto central de esta ópera es la demonización del sexo, tema que entiende bien el director de escena André Heller-Lopes, quien subraya la carga eclesiástica imponiendo una atmósfera catedralicia neogótica a través de unos módulos móviles de vitrales que van generando los distintos espacios. Una suerte de telón de boca pintado en el fondo del escenario sugiere la idea de lo litúrgico como puesta en escena, asunto que se complementa bien con la forma como están concebidos Mefistófeles y sus ayudantes: el demonio primero parece un cruce entre Drácula y un prestidigitador, para luego convertirse en un maléfico ser de magnífico atuendo cardenalicio, ayudado por monjes encapuchados que se mueven como sombras siniestras. Todo esto llega a su cénit cuando Mefistófeles toma al niño nacido de la relación entre Fausto y Margarita para ahogarlo en la pila de agua bendita.
Escenografía (Renato Theobaldo), vestuario (Sofia di Nunzio) e iluminación (Ricardo Castro, sobre el original de Gonzalo Córdova) colaboran a este ambiente opresor y de claroscuros, a veces de elusiva nitidez, asunto que encuentra su máxima expresión en la escena final, con la silueta de Margarita confundida entre los vitrales que ahora son su cárcel, de la que sale para ir a la horca y encontrar ahí su glorificación. No está demás decir que pocas veces se representa la ejecución de la protagonista, como sí sucede en esta atractiva puesta.
El elenco cumplió a la altura. Sergey Romanovsky (Fausto) es un tenor lírico en viaje hacia el tenor
spinto, que canta con facilidad y a plena voz. Su “Salut! Demeure chaste et pure”, donde Fausto da a su deseo físico un halo de misticismo, fue cantada con toda opulencia y fervor (pianísimos olvidados), y por supuesto el público reaccionó con entusiasmo. El tenor supo encontrar la ternura de frases como “Quel trouble inconnu me pénètre” y explicitar la osadía en los irresistibles “Laisse-moi” con los que sucumbe Margarita. Todavía, sin embargo, debe explorar mejor el Fausto de la primera escena, donde habitan la complejidad del personaje y sus reflexiones, y descubrir cómo es que Fausto puede llegar hasta a provocar al propio demonio. Se trata de un cantante serio que hay que seguir; sería bueno volverlo a escuchar y ver en roles verdianos como Alfredo de “La traviata” o el Duque de “Rigoletto”.
Mefistófeles fue el bajo Daniel Miroslaw, de poderosa presencia física y voz de sorprendente amplitud, con una efectiva proyección, capaz de atravesar sin dificultad la masa orquestal. Miroslaw —que tiene por delante una carrera auspiciosa— elabora un demonio que transita entre el agitador de masas y el gurú, una suerte de orquestador del mal sobre el que se basa la construcción casi coreográfica de muchas escenas. Con su histrionismo y el dominio absoluto de su cuerpo, conquistó a la sala, que lo ovacionó.
Siempre avanzando en repertorio, la soprano Paulina González fue Margarita, un rol exigente en términos vocales e interpretativos, que pide un material dúctil que permita abordar pasajes ligeros y de coloratura, y otros de alta intensidad dramática. Si bien exhibió alguna rigidez en el extremo agudo, la cantante sorteó con éxito las dificultades, escuchándose en plenitud en el dúo “Ô nuit d'amour”, en el lirismo del aria de la rueca (cantada como en una ensoñación) y la estremecedora escena de la iglesia. Excelente de verdad, con cuidado estilo y convicción expresiva el Valentín del barítono ZhengZhong Zhou. Marcela González cantó Siebel con encanto y musicalidad, y Evelyn Ramírez dio particular vigor al ingrato papel de Marthe Schwerdtlein, lo mismo que Matías Moncada a su Wagner.