El hombre siempre ha debido enfrentarse al enigma de la muerte. En Cristo esta interrogante ha sido aclarada. Esto no significa que lo comprendamos todo, pero sí que tenemos la certeza de que la muerte ha sido vencida, y lo que Dios nos ofrece es la vida. Este es el punto de partida de nuestra fe cristiana.
Esta vida después de la muerte que el Señor nos ofrece es distinta a la actual. Desde acá nosotros intentamos proyectar las cosas buenas que tenemos hacia una realidad espiritual, futura, infinita. La llamamos vida eterna. Pero más preciso sería decir vida plena, vida en Dios. No sabemos bien cómo será, pero sabemos que viviremos en Dios, en plenitud de amor, ya no habrá muerte ni sufrimiento, no nos “fundiremos en Él”, sino que seguiremos siendo nosotros con nuestra conciencia, libertad y capacidad de amar. No será una vida individual, aislados, sino que será con otros, a quienes amaremos y con quienes viviremos en Dios.
Pero esto no significa que posterguemos la tarea de la vida plena espiritualizando la felicidad para después: “no importa vivir mal hoy, pues después de la muerte tendré la recompensa”. No. La oferta de vida y salvación es participar desde ahora en esa vida divina. El hoy de la salvación es muy importante. El Señor quiere que vivamos en plenitud desde hoy. La trascendencia nos debiera llevar a mirar el aquí y ahora, de una forma distinta.
Para el cristiano, el mundo presente es una urgencia, pues es el lugar donde debemos vivir en esa plenitud. Y Cristo nos enseña que esa plenitud pasa por reconocer al otro como hermano: amarlo y caminar juntos.
En este sentido, el estallido social que vivimos debiera ser un fuerte llamado de atención respecto a la forma de vida que hemos cultivado. Nos hemos preocupado en demasía de “lo mío” y “los míos”, eliminando de la ecuación de nuestra vida al “otro”, sobre todo a aquel que en Cristo ocupa un lugar central en su corazón: al más pobre, al excluido de la sociedad.
Puede ser que vivamos con mayores comodidades que las generaciones que nos precedieron, pero vivimos más estresados, más solos y menos felices.
Ciertamente esta no es la vida plena que nos ofrece Cristo.
La crisis social es reflejo también de una crisis espiritual, pues al reemplazar a Dios por el éxito económico y el bienestar nuestra vida deja de ser trascendente. Al olvidar que tenemos un Dios que es Padre nos dejamos de reconocer como hermanos. En vez, la tarea de la vida, que es compartir lo que somos y tenemos, la hemos convertido en un competir con el otro, aprovecharse del sistema y abusar del más débil.
Ocupémonos hoy de construir la vida plena. Aquí y ahora. Aprovechemos la necesaria renovación de nuestra convivencia para llenarnos de Dios en nuestra forma de vida y de relacionarnos; que le demos un sentido de trascendencia a nuestro día a día, reconociéndonos como hermanos; caminando juntos y haciendo que nuestra sociedad sea reflejo del Reino de Dios. En definitiva, que podamos llenar nuestra sociedad de la salvación que Cristo nos ofrece: vida plena hoy y vida en Dios mañana.
Hemos comenzado un nuevo Mes de María, tiempo especial para encontrarnos, escucharnos y rezar juntos. A ella, Reina y Madre de Chile, le pedimos nos ayude a convivir como hermanos, siendo todos constructores de la paz que se alcanza a través de la dignidad, la justicia y la caridad.
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección”San Lucas (20, 27-38)