Son días tristes. Soy de una generación que nació bajo dictadura, vivió la transición a la democracia y experimentó la transformación económica y social de Chile. No me lo tienen que contar, esa historia marca. ¿Qué otro país en la región puede contarla? Quizás de ahí el profundo orgullo. Resido a la distancia por circunstancias, pero Maipú siempre será mi casa. La violencia desde su plaza hasta Sanhattan, el fin del Instituto Nacional, la oportunidad de desarrollo que se despilfarra, una pesadilla que se levanta.
Corría el 2050. Se cumplía el aniversario 31 desde los hechos que habían conmocionado al país en 2019. El retorno a la normalidad había tomado largo tiempo. La sorpresa ante la facilidad de desestabilizar la sociedad había dado paso a años de incertidumbre política y económica, receta perfecta para el deterioro institucional. La onda expansiva se había propagado por medios de comunicación que lucraron con el caos. A la mezcla contribuyeron nuevas generaciones de subconsciente deseoso de más consumo, pero que sucumbían ante la adicción al irreflexivo universo de las redes sociales. Siglos de desigualdad tenían que ser resueltos en horas, los equilibrios macro no importaban, el crecimiento se olvidaba. En el sueño los políticos hablaban de evitar el populismo, pero no el atolondramiento. Los
mea culpa abundaban, la razón escaseaba.
En el sopor, por suerte, los años fueron segundos. Eso facilitó navegar la desesperanza. No aceleró, eso sí, la madurez de la generación que desperdició la oportunidad de erradicar la violencia. Ellas y ellos, educados bajo el boom de la economía (1985-98) o el de los commodities (2003-13), actuaron con ingenuidad y frivolidad frente a los ataques. Muchos por primera vez escucharon a Los Prisioneros, sin reparar que lo hacían pasando de la comodidad de la gratuidad en la sala universitaria a patear piedras en la calle (y no al revés). No les importaron el humo lacrimógeno, los locales fortificados, ni las barricadas. Cuadras enteras con aspecto de ciudad en guerra les parecieron divertidas. El júbilo, claro, no sería permanente. El empleo se resintió y el desorden público evolucionó. El crimen organizado vivió un apogeo. Cual coscorrón, la debacle ayudó a despabilar a los rebeldes, pero había sido un poco tarde.
La década que siguió a ese octubre de pesadilla fue para el olvido. La polarización política llevó a decisiones que consolidaron el mediocre desempeño económico y desprotegió al país frente a la incertidumbre internacional. La desigualdad no cayó y la responsabilidad fiscal se desvaneció. Solo la llegada de una nueva generación con hambre real de progreso, que se refugió en el orden como mecanismo de autodefensa frente a progenitores ingenuos e indisciplinados, reconocería que vandalismo y violencia política debían ser exiliados. El sueño había terminado.
Existen buenas razones para manifestarte pacíficamente en Chile. Sí, las desigualdades son reales, pero también lo son los grandes logros sociales y las posibilidades de avances. De ahí la perplejidad generacional frente a la violencia: del orgullo a la desazón en un pestañeo. ¿Será posible evitar la pesadilla?