A lo largo de la historia de las ciudades, que es la de la civilización, muchas fueron arrasadas por desastres naturales o catástrofes humanas, como los violentos conflictos que ocurren periódicamente. Sin embargo, pocas cosas hay más resistentes al paso del tiempo que el trazado de las ciudades. ¡Es un fenómeno increíble! Es la persistencia de la huella física del hombre impuesta sobre la naturaleza, convirtiéndola en un universo nuevo y distinto, estrictamente humano, tan cargado de significación para la esencia gregaria de la especie que se vuelve literalmente indeleble. Hoy es posible encontrar intacto el milenario casco romano fundacional en el centro de Barcelona o Florencia, por nombrar apenas dos ejemplos entre innumerables ciudades europeas. Como Roma, Estambul o Jerusalén, palimpsestos urbanos, son ciudades de eras y capas de ruinas superpuestas, en las que incluso conviven diversos niveles de terreno que evidencian la carga de la historia. Más recientes son los ejemplos de ciudades arrasadas por los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial, como Berlín, Núremberg o Dresden. Cuando se ven los registros de la época, con incontables manzanas convertidas en nada más que túmulos de escombros humeantes, se advierte al mismo tiempo que lo único que subsiste es el trazado de calles y espacios públicos por donde transita primero la desesperanza y después la reconstrucción, que en el caso de Europa fue el espíritu que logró redimir a una generación entera. También en Chile hay ejemplos de la persistencia del dibujo del hombre sobre la Tierra. Santiago conserva inmutable el trazado incaico de su fundación prehispánica, como bien sabemos ahora gracias a la fascinante investigación de los científicos Stehberg y Sotomayor, del Museo Nacional de Historia Nacional, que recomiendo encarecidamente leer. Ciudades arrasadas por terremotos y maremotos, incluso aquellas que fueron abandonadas en busca de mayor higiene, seguridad y esperanza, como los casos de Penco en 1751, Chillán en 1835 o Chaitén en 2008, mantienen hasta hoy las huellas de su emplazamiento original.
En estos días en que nuestras ciudades soportan los embates de una insólita oleada de violencia iconoclasta y vandálica, en que pareciera que todo aquello que imaginábamos como permanente y sustancial a la identidad de la ciudad y la cultura cívica se ve amenazado (por unos pocos) con desaparecer, es bueno recordar que las ciudades son mucho más resistentes que sus monumentos y fachadas, los que por cierto pueden ser, si así se quiere, reconstruidos a la perfección. La verdadera persistencia de las ciudades radica en la voluntad de sus habitantes de jamás abandonarla a su suerte, de no ignorarla. Pasados estos días de tumulto y reflexión colectiva, deberemos convenir los términos sociales de una reconstrucción física. Y si algo nos puede enseñar la historia es que la ciudad es sólida solo cuando la hacemos nuestra.