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Cartas
Domingo 03 de noviembre de 2019
Fetichismo constitucional
Señor Director:
En su columna del viernes, Carlos Peña señala que “puede haber razones normativas para cambiar la Constitución, pero esas razones son independientes de las causas que produjeron los acontecimientos de estos días”. No es tan claro que así sea.
Desde luego, los motivos del malestar al que asistimos pueden ser, como él reconoce, múltiples; y así entonces residir más allá del miedo que los nuevos grupos medios experimentan frente a la incertidumbre del futuro, el freno de la expansión del consumo y la impugnación del principio de legitimidad que la modernización capitalista dice prometer. Pablo Ortúzar, por ejemplo, ha sugerido que hay un elemento demográfico que no calza con la idea de que estamos frente a una expresión esencialmente juvenil. Y basta asomarse por las manifestaciones de descontento —que van más allá de las marchas en la Alameda o los carnavales de Plaza Ñuñoa— para ver que Ortúzar marca un punto importante. Y si las masas provocan incomodidad, entonces se puede consultar la encuesta CEP de mayo de este año, que ubica a las pensiones —una preocupación no juvenil— como la segunda inquietud de la población, detrás de la delincuencia.
Es evidente que una nueva Constitución no va a solucionar de modo mecánico los problemas sociales que nos aquejan. Pero de ello no se sigue que la postergada deliberación constituyente no ayude a disminuirlos y sobre todo a darles cauce institucional. Los procesos constituyentes permiten no solo un cambio de las reglas constitucionales (como dijo el vocero de la Corte Suprema, un nuevo texto sería en muchos aspectos probablemente similar al actual), sino también de la cultura política que les subyace. Es ese el cambio que parece urgente; urgente en el sentido de que su postergación lleva mucho tiempo, no en el sentido de que deba ocurrir con prisa.
Si la Constitución se entiende como una práctica social, más que un conjunto de reglas y cláusulas jurídicas, entonces no son solo razones normativas las que nos llevarían a cambiarla, sino antes bien, la necesidad de canalizar el descontento por vías institucionales y transformarlo en una promesa sobre cómo organizar la vida en común, especialmente ahora que nos hemos dado cuenta de que el estado actual de las cosas parece haberse agotado.
Jorge Contesse Singh