Bueno: hay muchos ejemplos de esta anomalía. Ya hemos hablado de los cruceros marítimos. Pero hay otros ejemplos mucho más interesantes y encantadores. Piense, Madame, en los libros de viaje que Ud. se zampa con gran apetito, sentada en su sillón, con las patitas puestas sobre un taburete bien blando. Nosotros nos devorábamos los libros de viaje de Blasco Ibáñez (
La vuelta al mundo de un novelista, Oriente, etc.), donde encontrábamos las anécdotas más peregrinas (una vendría bien en estos días de aprovecharlo todo y de cuidar el medio ambiente: en una zona rural de China, el escritor se encontró con una línea de chinitos a la orilla del camino que, con el trasero vuelto hacia el campo, hacían sus defecaciones en alegre conversación y compañía, con la inevitable sonrisa para el viandante que, incrédulo, pasaba frente a ellos).
¿Ha pensado, Madame, que uno de los encantos de Tolkien es que en sus mejores libros habla siempre de viajes y, sobre todo, con mapas y más mapas? Nada iguala al placer de contemplar un mapa largo rato e imaginar sus paisajes. Ni siquiera estar en estos últimos supera, a veces, la emoción de imaginarlos en la hoja impresa.
Sostenemos que gran parte del placer de viajar está en lo que el viandante pone en lo que ve. El paisaje sin mirada humana es bruta geografía, accidentes de la corteza terrestre que sólo podrían interesar a un geólogo. Hasta los viajes más breves y rutinarios se convierten en una inagotable fuente de emociones si el espíritu está en lo que ve el ojo. De chicos teníamos que caminar varias cuadras por la calle Carrera rumbo al colegio, en la Alameda. En invierno salíamos cerca de las ocho de la mañana y nos íbamos de poza en poza pisando la escarcha: no recordamos entretención tan grande como ésa de oír los crujidos helados. Tan grande como para hacernos llevadera la perspectiva de una sala de clases que, como era el caso en aquellos años, carecía de calefacción y tenía todas sus ventanas abiertas a los grandes patios para que “se ventilara bien”. ¡La ventilación, obsesión de esas generaciones! ¡Cuántos sabañones de niños costaba! Claro que nos mandaban a clases con guantes tejidos de lana; pero había que sacárselos inevitablemente para escribir con lápiz, para sacarles punta, para borrar, en fin.
El único consuelo era que, al volver a la casa a almorzar, nos tenían, bien calentita, la siguiente delicia.
ChevalierHaga un puré de papa firme, pero no pétreo, muy mantequilloso. Tome una fuente pirex grande, ovalada, honda. Fórrela con puré (una capa de 3 cm, al menos, de espesor) por todo el contorno, dejando al medio un gran hueco. Llene éste con salsa blanca bien aliñada, a la cual se agregará una enorme cantidad de queso mantecoso trozado (lo mejor, mezcla de gruyere y emmental). Pelotitas de mantequilla por arriba. Gratine.