Durante toda la época colonial, el problema central para realizar un gobierno eficaz fue el carácter en extremo desconcentrado de la población chilena. Los indígenas de Chile no vivían en nada parecido a lo que un europeo de la época soliera considerar una “ciudad”, sino dispersos en caseríos de entre 5 y 12 chozas. Las políticas hispanas —adoctrinarlos en el catolicismo y someter su economía a los intereses del conquistador— se enfrentaban con esta dispersión y, en consecuencia, su reducción a “pueblos” en los lugares de mayor concentración demográfica fue uno de los primeros —y abortados— objetivos.
En su afán por urbanizar, los españoles fundaron y refundaron cerca de 300 asentamientos urbanos según un diseño bastante conocido, el cual, curiosamente, se sigue aplicando hasta hoy. A fines del siglo XVIII y principios del XIX, el carácter rural de Chile, no obstante, era casi completo, y si bien la densidad demográfica había aumentado de modo significativo, más crecía la población rural que la población urbana, y las ciudades, incluida Santiago, eran poco más que aldeas rurales. Esta situación perduró durante casi todo el siglo XIX, ya que solo en sus últimas décadas se produce un proceso masivo de emigración del campo a la ciudad que durará toda la primera mitad del siglo XX e incluso hasta hoy. Los campos se vacían y las ciudades empiezan a crecer inorgánicamente. La cifras se invierten y en menos de 50 años pasamos a ser un país predominantemente urbano sin mediar ninguna política pública que lo abordara. La expansión de la ciudad es uno de los cambios más profundos y menos estudiados de nuestra historia. Solo en 2014 se creó un Consejo Nacional de Desarrollo Urbano, el cual elaboró una política nacional.
En las intensas jornadas de protestas sociales que estamos viviendo, las ciudades aparecen como escenario, pero acaso sea necesario también considerarlas como las protagonistas silenciosas. La ciudad actual, por esta historia común, puede servir como “unidad política” de trabajo, porque en torno a ella se anudan problemas, conflictos y esperanzas. Poner a la ciudad en el primer plano de los debates podría ser un principio metodológico que ayude a encontrar soluciones equilibradas e integrales, y establezca las prioridades a la hora de acoger las múltiples demandas sociales que se han levantado y que concurren todas a la vez en un mismo plano.
El Consejo Nacional de Desarrollo Urbano y la política que ha diseñado, si bien impecables desde un ángulo técnico, padecen de esa enfermedad casi banal de nuestra política: su debilidad para moldear efectivamente nuestra realidad. La política en Chile peca, sobre todo, de irrelevancia, y lo que debería marcar ahora la diferencia es encontrar el arduo camino que permita transitar desde las buenas intenciones hasta los buenos resultados.