Una pareja se reúne en un restorán de Tel Aviv. Antes de mirar la carta, la mujer, Ronit Hilou (Asi Levi), le cuenta al empresario Ariel Bloch (Shai Avivi), que cuando fueron amantes, 20 años antes, ella quedó embarazada y tuvo un hijo, Adam, del que nunca le quiso contar. Ahora que ese hijo ha muerto en un accidente, poco después de cumplir 19 años, ha decidido que lo sepa. Descontada la brusquedad, este es más o menos el punto de partida de
Todo sobre mi madre, una de las películas mayores de Almódovar.
Pero de aquí en adelante no hay más similitud. Ariel deja sus ocupaciones corporativas y se traslada a la ciudad de Acre, en el norte de Israel, para asistir a las exequias de su hijo. Empieza entonces a conocer pequeños detalles: Adam tocaba piano, le gustaba el equipo de fútbol de su ciudad, estuvo metido en la venta de drogas, vivía en conflicto permanente con su madre, escribía poesía y había sido expulsado del colegio. ¿Expulsado? Sí, por rayar un enorme poema erótico en un edificio al frente del colegio. El grafiti está dedicado a su profesora, Yael (Neta Riskin), de quien estuvo perdidamente enamorado.
Ariel inicia una lenta, casi casual investigación entre las personas con las que vivió su hijo: un amigo de correrías, el director del colegio, una amiga adolescente y, sobre todo, Yael, en quien lentamente se va concentrando la búsqueda. Hay un momento mágico en el centro de la película donde el poema erótico de Adam se materializa con una Yael gigante en la noche de Acre. El amor imposible de Adam es una clave velada de su vida, como lo refleja con delicadeza la vitrina que se interpone en la conversación entre Yael y Ariel.
“Todas las familias tienen secretos”, dice la profesora a sus alumnos cuando intenta explicar por qué Adam no conoció a su padre ni su padre supo de él. Para entonces, Ariel ya ha descubierto que su hijo reprodujo algunos de sus propios rasgos. Pero cada nuevo indicio introduce nuevas complejidades, nuevas preguntas, nuevas historias sin resolver.
Esta es obviamente una investigación en la paternidad. Pero es también una declaración sobre la imposibilidad de conocer al hijo, la necesidad de construir una ficción —chocando con todas las ambigüedades de la realidad— para acercarse a algo que se parezca al entendimiento.
El cineasta israelí Savi Gabizon, que ya lleva cuatro largometrajes, aplica la pantalla ancha para subrayar, sobre todo ese vacío cognoscitivo: la soledad del padre ante un espacio que le es inaccesible. Gabizon utiliza el formato con singular inteligencia: a veces, para destacar el rasgo intelectivo de la jornada de Ariel; otras, para dotarla de un intenso lirismo, decisiones que una tras otra construyen una película memorable.