Hace unos cinco años, el primer texto que escribí para este espacio hacía referencia al hacinamiento en el transporte público. A la experiencia indigna y acumulativa con la que iniciaban su día los trabajadores de la capital. La historia nos ha enseñado que las alteraciones en el valor del pasaje son chispas que encienden hogueras, y en el transporte público, líneas nuevas de metro mediante, se acumulaba rabia y frustración, friccionada hombro con hombro, día tras día. La ciudad moldea la vida diaria de las personas, la vida en común; presiona, acelera, punza y a veces estrangula a un cuerpo que es colectivo y político, el cuerpo de la polis. En ella decantan los descontentos personales. En el espacio público, los problemas que eran domésticos toman la forma colectiva de la acción política.
¿Y cuál es la forma de nuestro molde comunitario? Décadas, si no ya un siglo, de políticas urbanas de corte cuantitativo y reactivo, han configurado una ciudad enferma. Una ciudad que genera sus propios antígenos, en un paisaje de abandono y grosera inequidad. Aunque se ha hecho mucho por intentar sanarla, la terapia no ha sido lo suficientemente agresiva y, a veces, ha obviado el diagnóstico.
El allegamiento en los sectores vulnerables es síntoma de un valor del suelo que se ha vuelto insostenible. Los buenos barrios expulsan a los ancianos y le cierran la posibilidad de progresar a las nuevas generaciones, en un país en donde la propiedad de la vivienda es casi un seguro social. Sectores completos sin más equipamiento que el que dispone la timidez del mercado, porque ni la oferta de farmacias nos hemos atrevido a regular por ley. Un sistema de transporte que es doblemente costoso para el habitante de la periferia, porque a él el pasaje le cuesta en dinero y horas de sueño. Carencia general de espacios públicos, árboles, plazas, centros culturales y lugares de encuentro. Barrios tomados por pandillas y narcotraficantes, con toques de queda tácitos asimilados en la rutina. Extensos territorios sin las condiciones más elementales de seguridad, con grifos y policías insuficientes. En esta escenografía, descrita muy a grandes rasgos, se despliega además, la frustración por otras desigualdades e injusticias estructurales. Queda mucho por hacer y reparar, pero creo que antes que nada, debemos dejar de desconocer y alienar el problema. Debemos asumir que hemos replicado espacios de fricción, incubadoras de rabia y descontento.