Donde estuvo la librería Ulises original, luego un peregrino sitio llamado Diógenes y a continuación el 17º/56º (algún genio del marketing concibió ese nombre tan fácil de memorizar), hoy por hoy se despliega un novísimo peruano: Tigre Bravo. A diferencia de decenas de sus pares, su imagen es más modernilla que pachamámica. Y la selección de sus platos, desplegada en los individuales, deja en claro que no es otro lugar más del listado. Lo de aquí es informal, con piqueos para compartir, algunos sándwiches y sus buenos platos —hay hasta salchipapas para los cabros chicos—, a un precio nada desbocado (menos en los postres, que no calzan mucho con lo conveniente del resto).
Para partir, unos anticuchos de corazón ($5.990) servidos en una muy hípster fuente enlozada, con papas, choclo y sarza. La carne en corte semi delgado, sabrosísima, como para volver por ellos. A la par, un cebiche del Tigre Bravo ($6.990), que era de reineta (habrá que rendirse a su ubicuidad no más), muy picantito, maravilloso, con un pequeño problema: en la carta se habla de un “chicharrón crocante” que viene con este último plato. Bueno, al pedir unos pejerreyes fritos con tártara ($5.190), pasó lo mismo: bien hecho el frito, pero con poco de crujiente. Hay que constatarlo: era un plato generoso, con harto pejerrey, pero señores del Tigre bravo: que suene al morderlo, plis.
De entre platos con vocación de contundentes —arroz con pollo a la norteña, tallarín salteado, papa rellena—, se optó por un intenso picante de camarones ($6.900) con su arroz blanco. Rico en sabor, precio conveniente. Hay fuentes para dos a tres comensales de ají de gallina y lomo saltado, si la intención es compartir, o resistir a los magnos piscos sour que se ven pasar por sus mesas.
Para cerrar, una crema volteada ($3.690) con algunos espolvoreos chocolatosos que poco aportan a un postre que ya es magnífico en su simpleza.
Entre las mesas, saludando, se ve a Emilio Peschiera, chef del lugar.
Andrés de Fuenzalida 48, Providencia.