Muchos no se acuerdan, pero cuando la selección Sub 17 dirigida por Leonardo Véliz se clasificó al Mundial de Japón 1993 hubo un trabajo previo que, para esos años, era novedoso. Ello porque no solo incluyó la realización de amistosos y giras, sino que también se llegó a un acuerdo con la televisión abierta para transmitir encuentros que se disputaban esencialmente en el estadio Santa Laura.
Fue ahí donde los nombres de Dante Poli, Frank Lobos, Sebastián Rozental, Héctor Tapia, Manuel Neira y Pablo Herceg, entre otros, comenzaron a hacerse familiares y cercanos. Pero no solo porque salían en la tele. Los chiquillos que dirigía el “Pollo” Véliz eran buenos para la pelota, pero lo que más llamaba la atención —y que terminó por conquistar a los hinchas que luego madrugaban para verlos en Japón— era la alegría que mostraban al jugar. Contagiaban. Seducían. Daban la impresión de que estuvieran en el barrio, en el patio del colegio, en la cancha de tierra en la que muchos de ellos dieron los primeros chutes.
Claro, de esa generación no hubo figuras que se proyectaran a niveles supremos ni tampoco fueron la base de selecciones mayores que obtuvieran logros históricos. A Poli y a Rozental las malditas lesiones les impidieron hacer carrera en el extranjero como parecía ser su inevitable destino. Herceg ni siquiera fue profesional y se fue por los estudios. Lobos, Neira y Tapia tuvieron una trayectoria con altos y bajos.
No fue, en definitiva una generación dorada. Pero igual marcó algo. De hecho, estamos aún recordándola más de un cuarto de siglo después de que la vimos…
Y el tema se actualiza al momento en que otra Roja Sub 17, la que clasificó Hernán Caputto y que hoy dirige Cristián Leiva, está participando en un Mundial.
A Julio Fierro, Vicente Pizarro, Luis Rojas, Alexander Aravena, Kennan Sepúlveda y Gonzalo Tapia los empezamos a conocer a principios de año por televisión, cuando disputaron el Sudamericano de Lima.
Ahí, tal como aconteció con el equipo de Véliz, se prendió la ilusión al ver un equipo de jóvenes atrevidos, que miran el arco del frente y que no se traban en sus limitaciones. Se convirtieron en la expresión de lo que nos gustaría ver siempre en los equipos nacionales. Y claro, de inmediato surgió la teoría: son el recambio.
Mala cosa.
Hacerle cargar a esta nueva camada de futbolistas una mochila pesada llena de esperanzas mezcladas con frustración es el peor de los caminos para lograr el éxito de ella.
Es posible que esta Sub 17 logre como generación algo que trascienda, y que veamos en el futuro a sus jugadores en instancias competitivas profesionales. Pero nada está escrito sobre piedra ni es inexorable. Puede también que este grupo no se proyecte, que solo algunos sigan el camino lógico de ir alcanzando objetivos y que un par —si es que— lleguen a la elite.
No les traspasemos a ellos objetivos propios ni sueños de grandeza desmedidos.
Por ahora, solo dejémoslos jugar, que eso es lo que al final importa.