Ud., Madame, que al caminar por el mundo no toca el suelo más que en un centímetro cuadrado (sector juanetes) y en un par de milímetros cuadrados (sector talón), no se imagina la importancia que tienen las suelas de los zapatos. Piense en un palurdo romano: se forraba los pies con cuero suficientemente grueso para resistir el constante patojeo, y suficientemente suave para no despellejárselos. Pero un cuero corriente, al alcance del
populus, no duraba mucho.
Este problema humano se resolvía, frecuentemente, de un modo bastante sencillo: se andaba “a pata pelá”. Los “hobbits” tenían la planta de los pies gruesas como suela, por lo que andaban “a pata pelá” sin siquiera tener noción de ello. Pero nuestros lejanos ancestros, dados a procesiones y peregrinaciones, sufrían una barbaridad. Veamos el caso de los peregrinos a Santiago de Compostela, lugar más visitado que Tierra Santa. La ruta a Santiago partía desde diversos puntos de Europa, y estaba jalonada por grandes iglesias donde los caminantes descansaban un poco. Las amplias catedrales del sur de Francia fueron diseñadas precisamente para acoger multitudes. Pero apenas se acercaba un cardumen peregrinante, los prudentes canónigos del lugar, que pasaban muchas horas del día rezando en ellas sus oficios, cubrían el pavimento empedrado con una gruesa capa de ramas de romero, que eran pisoteadas por la multitud al ingresar: se liberaba así un aroma intenso, purificador y absolutamente indispensable: el olor a pata de los devotos, que venían caminando desde muchas leguas, era tan penetrante, que no había cómo sobrevivir a él si no se tomaba esta precaución.
¿Se ha preguntado, Usía, por qué la catedral de Santiago, punto de llegada (o “destino”, como dicen los finos periodistas) de esas muchedumbres, está provista de un inmenso turiferario para esparcir incienso, el famoso
botafumeiro, que cuelga del techo? Pues para hacer respirable el aire cuando los hediondísimos devotos llegaban a venerar al Apóstol (que, felizmente, ya no podía olerlos): el artilugio era capaz de arrojar inmensas nubes perfumadas que permitían respirar en el interior sin envenenarse.
Las suelas de los zapatos, gruesas, convenientemente pegadas, fueron pues un gran adelanto en la vida cotidiana y aliviaron no poco la trashumancia. Pero, como todo avance técnico, trajeron su inconveniente: sirvieron de inspiración a los bisteques que nos daban a menudo en el colegio: gruesos, duros, tiesos, inmasticables. Pero “que no se le dé ná”: el recuerdo del romero que hemos hecho nos consolará rápidamente. Mire, vea.
Pollo al romero
Tome un pollo entero. Introdúzcale por el gran portillo que le trae, sal, pimienta, 1 diente de ajo pelado y 1 cogollo de romero; frótelo con sal y pimienta por fuera, deposítelo en fuente para horno con chorro de aceite de oliva y, alrededor, más cogollos de romero. Horno caliente. Cuando la piel esté dorada, como de argentina reñaquera, baje el fuego para que no secar la carne.