Súbitamente las estaciones de metro se transformaron en nuestras propias torres gemelas. Millones de chilenos, tal como ocurrió en aquella mañana del 2001, vieron en vivo y en directo cómo se atacó el símbolo y orgullo de la ciudad.
Lo que en un contexto natural habría sido una sensación de ataque intolerable, una sensación de guerra, fue acompañado de dos fenómenos paralelos.
El primero fue la aparición del “estado de Naturaleza” descrito por Hobbes. El hombre transformado en “un lobo para el hombre”. O como decían los antiguos griegos, el pueblo ordenado (demos) transformado en muchedumbre (ojlos). Violencia y pillaje. Una realidad muchas veces vista cuando se vislumbra la ausencia temporal del Estado.
El segundo fenómeno es el político. Y es aquí donde radica la profunda mala lectura que hizo el Gobierno: querámoslo o no, la violencia del metro fue contextualizada. Había una razón, un “te pasa por algo”.
¿Es posible que una acción tan bárbara haya impulsado las protestas masivas? Para encontrar respuesta basta mirar por la ventana. Y esa es una de las primeras paradojas.
Que el gatillante haya sido un hecho violento, que —en vez de ser repudiado sin condiciones— haya abierto las puertas de las aspiraciones contenidas, explica en parte la desastrosa actuación del Gobierno desde que estalló el problema. Explica también la famosa frase de la guerra y al ministro de Defensa, al que solo le faltó la boina negra.
Y así como el Gobierno erró el diagnóstico, la oposición también lo hizo. El PS mostró el bajo vuelo de su dirigencia al no dimensionar lo que estaba en juego. El Frente Amplio mostró, salvo unas pocas excepciones, un profundo infantilismo. Y el Partido Comunista mostró simplemente lo que es: un partido que nunca ha creído en la democracia.
Pero hay más. En medio del peor momento, cuando Piñera se juntó con los otros poderes del Estado, el presidente de la Corte Suprema se declaró “contento de haber sido testigo de una conversación muy interesante”. En vez del llamado a la tranquilidad, de garantizar la justicia en tiempos de excepción constitucional, parecía alegrarse de tener algo que contarles a los nietos.
Dimensionar adecuadamente lo que viene ahora requerirá tiempo. Sin embargo, enfrentar la situación requiere urgencia.
Miles de demandas han surgido en la calle. Desde el alza del TAG al “que se vayan todos”, desde que renuncie Piñera al “no a la dictadura sexual”. Es difícil articular el qué es lo que se quiere y el quiénes son.
Sin embargo, hay algunas cosas que parecen claras.
Se trata mayoritariamente de jóvenes sin distinción social. Mal que mal, no deja de ser emblemático que la Plaza Ñuñoa se haya erigido como uno de los símbolos de las protestas. Y que hayamos visto por primera vez en la historia marchas en Vitacura y Las Condes.
Se trata, en su mayoría, de jóvenes que no tienen el trauma de la UP o de la dictadura, que sí tiene la generación mayor de 40. De jóvenes que —a diferencia de sus padres— no vivieron el salto de Chile de los 90, ya que nacieron en un Chile “moderno”. Que han vivido siempre bajo instituciones políticas degradadas y cuya confianza radica más en el smartphone que en el Congreso.
Parece mezclarse además un componente colectivo (la utopía de una sociedad mejor), con un componente individualista (las tarifas, la pensión de los padres, las cuentas, etc.).
¿Es la desigualdad un componente importante en esto? Sí, lo es. ¿Es el único componente? Probablemente no.
Hay que recordar que el propio Adam Smith dijo “la abundancia del rico excita la indignación del pobre, y la necesidad, alentada por la envidia, impele a este a invadir las posesiones de aquél”. Y si bien los tiempos han cambiado para bien, es evidente que la desigualdad sí es un tema que tensiona la sociedad. Un viejo profesor mío (Chicago boy) nos decía en los 90 que lo importante es que a todos les crezca su pedazo de torta sin importar el tamaño de los pedazos. La evidencia, tal como vislumbraba Adam Smith, dice otra cosa.
En este sentido, la teletonización de algunos empresarios, ofreciendo cosas que no habrían sido posibles una semana atrás, tiene una doble dimensión. Puede ser una señal de esfuerzo valiosa para ayudar a superar la crisis (aunque esté impulsada por el miedo), pero también se puede transformar en la prueba palpable de la codicia (lo que ayer era imposible ahora sí lo es).
La salida de esta crisis debe ser institucional. Con este Gobierno. Sin helicópteros. Sin guillotinas. Pero Piñera debe reconocer el golpe recibido. Reconocer la pérdida y enfilar, necesariamente, un nuevo rumbo, con nueva tripulación. Y el nuevo rumbo marca, necesariamente, por medidas que apunten decididamente a la desigualdad. Y la nueva tripulación hace urgente un cambio de gabinete con caras nuevas y, sobre todo, con sensibilidades nuevas.
Es posible que por muchos meses tengamos manifestaciones en las calles. Lo que debe buscar el Gobierno es que la intensidad de ellas baje. Y baje pronto. Para eso se requiere actuar con urgencia, liderando la crisis, usando las frágiles instituciones que tenemos y ordenando la multiplicidad de peticiones, si no se quiere arriesgar a la próxima generación.