No pretendo tener una respuesta categórica a los gravísimos sucesos de estos días ni aspiro a ser exégeta de lo que llaman la “voz de la calle”. Solo ofrecer ideas sueltas para dilucidar aspectos de la complejidad de lo ocurrido. Al igual que en la mayoría de los sucesos históricos relevantes, estos hechos hay que analizarlos en varios niveles, y yo vislumbro al menos tres.
En primer término, solo una ingenuidad ilimitada o la voluntad deliberada de desinformar y engañar puede ignorar que detrás de los actos de violencia y saqueos sistemáticos hay una organización cuidadosamente planificada en sus objetivos y en sus métodos. No es posible imaginar la destrucción incendiaria de tantas estaciones del metro, muchas en forma simultánea, sin una muy cuidadosa planificación y sofisticada y costosa ejecución.
En segundo lugar, hay una dimensión política. Nuestro país está fragmentado por visiones antagónicas acerca del sistema político, el económico y los métodos legítimos de acción. La izquierda dura aboga por una democracia directa de tipo asambleísta que, allí donde se ha aplicado, ha llevado al fin de la libertad, el pluralismo y los derechos. Por otra parte, se intenta sustituir el modelo de desarrollo por una economía centralizada, y la eliminación de la participación privada en la solución de los problemas públicos: educación, salud, previsión, concesiones y utilidades. Tampoco hay acuerdo en la forma de resolver nuestras diferencias, porque lo que para mí es violencia inaceptable, para la izquierda radical es legítima “desobediencia civil”. Ella no dialoga y pide destituir al gobierno democráticamente elegido y una asamblea constituyente.
Finalmente, existe una dimensión social de protesta más o menos espontánea, más o menos pacífica, aparentemente inspirada por la percepción de que vivimos en un país que es el más cruel reducto de la injusticia y la opresión. Y claro, en el nuevo sentido común imperante, sobre todo en las generaciones jóvenes, la subjetividad prima por sobre la racionalidad, los sentimientos por sobre la realidad, y los hechos comprobados (que son el fundamento de la deliberación democrática) son tan relevantes como las noticias falsas o fake news.
Ahora, como no comparto este nuevo sentido común y sigo creyendo en los datos objetivos y en la racionalidad, permítaseme una reflexión sin apelar a la emocionalidad. Primero, ninguno de los innegables problemas que aquejan a nuestra población son atribuibles a medidas implementadas por el actual gobierno, el cual no ha logrado aprobar en el Congreso prácticamente ninguna de sus políticas. Las leyes por las cuales nos regimos en materia de pensiones, educación, relaciones laborales, salud o transporte público (incluida la modalidad para determinar la tarifa del metro) fueron aprobadas por el Congreso con los votos desde la DC al PC.
¿Y qué inspira entonces a quienes protestan contra el sistema con rabia y jolgorio por las calles del país? ¿Cómo se explica, cuando el modelo ha reducido el porcentaje de pobres de más de 45% a menos de 10%; ha reducido las brechas entre ricos y pobres en los ingresos, en el número de años de escolaridad, en la esperanza de vida, en el acceso a los bienes de consumo, y ha aumentado el acceso a la educación superior de solo el 3% a cerca del 50% y muchos beneficios más?
Pues bien, la modernidad inconclusa es angustiante: los salarios son bajos, las expectativas ilimitadas, las nuevas clases emergentes viven en un polo engrasado, temerosas de volver a caer en la pobreza, las familias viven de varios ingresos y experimentan el miedo de la cesantía. En suma, es un sistema que depende del crecimiento de la economía y se legitima por la movilidad social que trae consigo. Y en los últimos años el crecimiento per cápita ha sido inferior al 1%. No basta.