Hoy día se requiere, más que nunca, recuperar el papel del Estado, que consiste en monopolizar la fuerza e instalar la igualdad ante la ley. No es el paraíso arcádico con que sueñan las nuevas generaciones, pero es lo único que hará posible la justicia y el bienestar.
En estos días tumultuosos —animados por anhelos utópicos o temores atávicos, por el deseo de un nuevo orden o por el temor a abandonar el existente, por la fascinación o la indignación— no es fácil efectuar un análisis. La tentación fácil, y lo que las audiencias esperan, es que se tome partido en vez de, como la racionalidad exige, tomar distancia.
Pero hay que tomar distancia.
Y hay que esforzarse por comprender el fenómeno. Y al hacerlo se alcanza una conclusión obvia, pero que en estos días el PS y el Frente Amplio (en contra de la mejor tradición de la izquierda) invitan a olvidar: hay que fortalecer al Estado.
No es solo una cuestión de justicia
Es verdad que en la sociedad chilena hay injusticia y hay desigualdad y no hay ninguna duda de que hay que corregirla, pero no es la desigualdad o la injusticia la que explican el fenómeno de estos días. Si así fuera, habría que sustituir tomos y tomos de sociología e historia para reemplazarlos en los estantes por delgadas declaraciones morales o estilizadas teorías de la justicia. Pero no es el caso. Explicar los fenómenos sociales por su contenido normativo es propio de lo que Hegel, con ánimo burlón, llamaba almas bellas, personas que creían que la sociedad y la historia se movían por las buenas causas.
Pero hoy abundan las almas bellas. Y el problema es que halagan la conciencia de quienes la cultivan, pero no ayudan a comprender los fenómenos.
La realidad es, en cambio, que las sociedades se sostienen en un complejo cultural, una suma de creencias sobre las que se erige lo que se llama legitimidad. Y lo que ha ocurrido en estos días es que el principio de legitimidad que sustenta la modernización —el bienestar creciente, la expansión del consumo— ha parecido tropezar severamente, sobre todo cuando se lo contrasta con las promesas del Presidente Piñera, quien llegó al poder abrazado por los mismos que hoy descreen de él. Una vez que se rasga ese principio de legitimidad asoma la herida de la desigualdad que con él se mimetizaba. Y el resto lo hacen las contradicciones culturales.
Así, lo que estamos presenciando en estos días no es propiamente hablando una rebelión o un rechazo contra la modernización que Chile ha experimentado, sino la revelación de las contradicciones y los nuevos conflictos sociales que están en el centro de la sociedad chilena. Y que la acompañarán durante bastante tiempo.
Las contradicciones culturales de la sociedad chilena
¿Habrá una contradicción mayor que la que se observa al comparar la protesta festiva de la Plaza Ñuñoa —las nuevas generaciones— y el miedo de la periferia? ¿El sincero aire carnavalesco de los jóvenes y el miedo de las viejas generaciones apenas ayer proletarias que ven hoy día cómo el bienestar que habían alcanzado se estropea en medio de lo que algunos aprecian, con alegría incomprensible, como un asalto utópico?
Esa contradicción —vale la pena insistir— es de índole generacional.
Para advertirlo basta mirar con cuidado no los hechos de estos días, sino los que han venido ocurriendo en los últimos diez años. Las nuevas generaciones —las que hacen del comportamiento festivo una protesta, esas mismas generaciones que poseen un cierto nomadismo vital— han ido adquiriendo poco a poco la rara convicción de que sus certezas subjetivas son la fuente de validez de la vida social. No es propiamente relativismo cultural, como suele creerse, lo que los anima. Se trata en verdad de un absolutismo de las propias convicciones que inspira demandas posmaterialistas —de ahí el rechazo del especismo, la preocupación por la naturaleza, el anhelo de comunidad— más que precisas reivindicaciones de reforma social.
Ese absolutismo de las propias convicciones nada tiene que ver con los grupos medios que han accedido al bienestar y que hoy están presos del temor, viendo cómo el entorno de Maipú, Puente Alto, La Florida, que han construido estos años, se derrumba o cae preso de las llamas.
Por eso cometen un error quienes en vez de tomar distancia se apresuran a tomar partido y prefieren ver en este fenómeno una suerte de movilización social en el sentido ciudadano (personas persuadidas de sus derechos que los esgrimen contra el poder), cuando salta a la vista que lo que hay es más bien una reacción animada por demandas sinceras pero vagas que no alcanzan a configurar un movimiento reivindicativo o a conferir a la movilización un sentido estratégico o instrumental.
No hay en esa protesta ni un programa ni una organización.
Una protesta sin programa ni organización
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Esa falta de racionalidad estratégica o instrumental del fenómeno lo hace especialmente atractivo para quienes anhelan atraer hacia sí esas fuerzas mudas. De ahí que en vez de comprenderlas en su complejidad, abunden quienes intenta asignarles sentido, conferirles un significado que no surge, por supuesto, de la masa movilizada (puesto que lo que constituye a una masa, observa Elias Canetti, es la descarga pulsional), sino del anhelo ideológico de quienes procuran apresuradamente interpretarla.
Ese rasgo, por llamarlo así cultural, del fenómeno, es lo que hace especialmente incomprensible (o, más bien, irresponsable cuando se la comprende) la demanda del Frente Amplio o de las fuerzas de centroizquierda de iniciar, relativizando a las instituciones democráticas, un proceso de diálogo social en el que participe la sociedad civil. La pregunta surge de inmediato: ¿cuáles organizaciones de la sociedad civil son las que han conducido el movimiento, lo han inspirado ideológicamente y pueden arrogarse la representatividad de quienes, predominantemente jóvenes, por estos días han salido a la calle?
¿Un diálogo social?
Reclamar la presencia de la sociedad civil o pretender, como se ha pretendido, que hay que rehacer los vínculos entre la sociedad y la política o la sociedad y el Estado, suena bien, pero cuando se lo analiza muestra sus defectos. Porque la sociedad nunca ha sido un ente homogéneo, como si la sociedad estuviera de un lado y el Estado o la política por el otro. La sociedad es un orden de relaciones estratificado, con relaciones de clase y asimetrías de poder en su interior que la llamada sociedad civil (una expresión que, dicho sea de paso, designaba originalmente al mercado) simplemente reproduce. ¿Qué órgano de la sociedad civil representa los intereses de quienes, hasta ayer proletarios, han transitado hacia el bienestar y lo defienden por las noches en medio de la ausencia del Estado? La sociedad civil es una expresión que hoy se emplea con ingenuidad intelectual como si ella fuera un ámbito de igualdad cuando es justamente lo opuesto. Existe Estado para corregir las asimetrías que si se entregaran a la espontaneidad de la sociedad civil serían peor de lo que hoy día son. La democracia representativa a la que ese tipo de propuestas amenaza con echar por la borda —para sustituirla por el poderío fáctico de quienes tienen menos costes para organizarse— es justamente el esfuerzo por corregir, al menos en el momento de la deliberación y del voto, las diferencias que se anidan en la estructura social y corregir lo que sorprendió a Hume: la facilidad con que los muchos son dominados por los pocos. No deja de ser irónico que los mismos que hoy alegan que la verdad de la vida social transita en la sociedad y no en el Estado, sean los opositores de Jaime Guzmán, quien enseñaba justamente eso mismo, aunque, la verdad sea dicha, lo hacía con mayor conciencia de lo que se trataba.
Por eso, en vez de echar por la borda o relativizar la democracia representativa y sus órganos, el deber del Gobierno es fortalecerla. En la democracia representativa está la mejor garantía del diálogo y de la deliberación y en la competencia electoral que la origina la realización más segura —imperfecta, pero segura— de la igualdad.
Lo anterior es lo que hace totalmente descaminado el reclamo del Frente Amplio o el Partido Socialista para conformar una mesa de diálogo que exceda a las fuerzas políticas representativas.
Conceder eso significaría sacrificar en una medida importante el valor de la democracia y abrir el paso, esta vez sí, a quienes tienen mayor capacidad de organizarse, a quienes tienen menores costes para coalicionarse. Pensar, como parece creerlo el Frente Amplio y el PS, que la sociedad es un espacio o un ámbito sin fricciones, carente de los conflictos y las desigualdades de las que todos hoy, con razón, se quejan, es un severo error o, lo que es peor, una ensoñación adolescente.
Fortalecer el Estado
Hoy día es cuando se requiere, más que nunca, recuperar el papel del Estado que es, ante todo, el de espantar el miedo al otro, para lo cual monopoliza la fuerza (este fue el gran logro civilizatorio de la modernidad, así se logró suprimir la barbarie). Ese monopolio de la fuerza logró instalar la igualdad ante la ley y la democracia representativa que no son, claro, la igualdad arcádica, ese reino de sencillez y espontaneidad con que sueñan las nuevas generaciones, pero sin ella nada de lo demás, ni la justicia, ni la paz, ni el más mínimo bienestar son posibles.
Carlos Peña