Entre las lecturas que eran parte de la formación de un abogado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, recuerdo haber leído en el escrito de un pensador antiguo una pregunta que me ha perseguido siempre (han pasado mínimo 40 años, de modo que su pertinacia es por completo fuera de lo común). La pregunta decía más o menos lo siguiente: ¿Qué es mejor, cometer un acto injusto o padecerlo? El señor que hizo la pregunta, según recuerdo, se encontraba reunido con otros señores un poco ociosos como él, que se dedicaban a plantearse preguntas raras como esta y después deliberaban morosamente acerca de sus posibles respuestas. El autor de la pregunta, con argumentos muy sólidos que ahora he olvidado, defendió apasionadamente la tesis de que es mejor, estando en esa disyuntiva, ser víctima de la injusticia en vez de cometerla; es decir, que ser víctima de una injusticia, en ese caso extremo, es un bien y no un mal como aparece a los ojos del sentido común.
Lo que no podía entender era la pregunta en sí misma, y me decía entonces por qué simplemente este señor no se planteó la disyuntiva más obvia y argumentó a favor de que siempre es un bien no cometer una injusticia y un mal cometerla. Me imaginaba a mí mismo, en cambio, que soy muy cobarde ante el dolor, forzado a escoger entre colaborar de algún modo con un torturador —a quien abomino— o bien correr el riesgo muy probable de ser torturado yo mismo. El sabio, que por lo que se sabe de él era imbatible en las discusiones, venció a sus contrincantes y sostuvo que, si incluso en esa situación última optar por lo justo era lo correcto, en cualquiera otra situación menos extrema, lo era también.
Pero más que una hábil argucia retórica, con los años me he ido dando cuenta de que, en la práctica, la pregunta de este viejo pensador es quizás la pregunta ética fundamental. Pues, en la vida en comunidad, que es la humana de cada día —“ningún hombre es una isla”—, a menudo enfrentamos la certeza del mal cometido o que se está cometiendo y, en rigor, el imperativo es que no cabe sino una actitud de rechazo nítida, visible y resuelta, aunque esa actitud involucre el riesgo cierto de padecer uno mismo ese mal. Eso me ha hecho sentir desde hace mucho una culpa horrible con respecto a las innumerables víctimas de la dictadura, porque lo moralmente correcto era, en ese momento, cuando la podredumbre había aflorado, estar con ellas a cualquier costo, tener la valentía ética que exige ese pensador antiguo, una valentía que no tolera ninguna otra conducta que no sea un rechazo activo.