El extranjero que en estos días toma un periódico chileno seguramente queda desconcertado. Mira a su alrededor y confirma que está en un país de ingreso mediano, altamente dependiente de sus recursos naturales, muy desigual y enclavado en el fin del mundo. Sin embargo, la centralidad que los medios, las autoridades, la clase política, la academia y el empresariado asignan a los temas que dicen relación con la lucha contra el cambio climático parece propia de un país escandinavo. Esto ocurre, para más sorpresa, bajo un gobierno de centroderecha que fue elegido por su amistad con el crecimiento económico, la empresa y el mercado. El observador se preguntará probablemente si acaso los hechos van de la mano con el discurso, pero seguro ha leído a Harari y sabe que los relatos terminan por crear realidades.
En un acto audaz, y ante la renuncia del Brasil de Bolsonaro, el Presidente Piñera asumió la responsabilidad de acoger la COP25 que se realizará en diciembre próximo. Esto marca un hito que influye en la atmósfera que hoy vive el país, pero no se trata de un hecho imprevisto. Basta con recordar el papel del Presidente Lagos en 2007 como enviado especial para el cambio climático de la ONU, la reconversión energética durante la administración de la Presidenta Bachelet y sus iniciativas en favor de la protección de los océanos, o el acuerdo con la familia Tompkins para crear y administrar vastos parques naturales en la Patagonia.
Pero esta vez Chile está dando pasos más ambiciosos. De una parte está adoptando medidas regulatorias que apuntan a atacar el cambio climático de manera mucho más severa que otros países de su nivel de desarrollo. De la otra, está ejerciendo un activo papel en la escena internacional para alcanzar un acuerdo en la conferencia de la que es huésped. El resultado es una suerte de remodelación de la imagen de Chile en el mundo, ya no basada exclusivamente en atributos asociados a su transición democrática, su éxito económico o su orden institucional, sino también a la agenda que está marcando este siglo: la preservación del planeta.
Pero no es solo la imagen de Chile la que está en mutación. También la del Presidente Piñera, quien se ha vuelto una figura que, para incomodidad de muchos, se codea con Greta Thunberg. Esto le ha permitido resignificar sucesos del pasado, como la cancelación del proyecto Barrancones en 2010, que pasó de ser un atentado contra la institucionalidad a una muestra de heroísmo medioambiental. Pero lo más importante es que la actitud del Presidente podría estar remodelando la identidad de la derecha chilena. A diferencia de una izquierda que, después del colapso del socialismo, se volvió afín al catastrofismo ambiental y hostil a la lógica económica, la derecha había sido escéptica al cambio climático, enemiga de las regulaciones y devota del crecimiento. Piñera ha roto con esta asociación, incorporando a su sector a una causa moral que está en el centro de los nuevos tiempos.
Algo similar está sucediendo con el empresariado. A pesar de voces aisladas que han llamado a tomar distancia de los compromisos de la COP25, sus gremios respaldan al Gobierno. Es notable observar, además, cómo el campo de competencia entre las grandes empresas se desplaza hacia su contribución a la lucha contra el cambio climático, lo que se busca certificar con metas que superan las exigidas en materias tales como descarbonización o consumo de agua.
Las contingencias del día a día a veces no permiten apreciarlo, pero Chile está viviendo una remodelación cultural, política, institucional y productiva que podría colocar a las generaciones venideras en una mejor posición de cara al mundo que viene.