En su columna del domingo anterior, Carlos Peña se refirió a la cultura del rebaño a propósito de la disidencia del diputado Auth en la acusación constitucional contra la ministra Cubillos. Definió esa cultura como la que subordina al individuo al colectivo del que forma parte, hasta impedir que piense por sí mismo. Y la contrapuso con la individualidad, la que, a su vez, definió como fuente independiente de discernimiento que origina visiones del mundo o de la realidad irrepetibles que, sumadas a otras visiones, enriquecen la vida.
Luego se extendió sobre la responsabilidad que acarrean las acciones emprendidas desde la individualidad, contrastándolas con las decisiones tomadas desde el anonimato, donde las mayorías actúan con ánimo borreguil, es decir, dominadas por la imposición de la fuerza antes que por razones. Constituyó una explicación clara y pertinente, pero propia de las formas de pensar del mundo occidental.
Dicha columna me puso frente a nuestra compleja realidad mestiza, que carece del sustrato racional, el logos fuertemente matemático que ha basado a la cultura occidental y que acostumbramos a llamar civilización. Por el contrario, nuestro mestizaje nos aproxima mucho más a un sustrato mistérico donde los brujos, como autoridad superior, interpretan las señales de lo alto e indican las acciones y los caminos a seguir.
El contenido intrínseco de esta cultura radica en lo que llamamos superstición porque no se basa en el logos occidental. Pero que no anula a las individualidades, sino que las cohesiona al punto que desafiarla conlleva fuertes castigos. Es por este motivo que, en su manifestación externa, no se diferencia mucho de la imposición de la fuerza: del matonaje que apunta a anular la individualidad y sus razones, y que se habría manifestado en el “caso Auth”. Es solo el parecido externo lo que las acerca.
Es importante señalar este hecho porque los que leemos este diario y formamos parte de la dirigencia política, cultural, social y económica, hemos tratado por siglos de disimular el mestizaje, tarea cada vez más difícil por el dinamismo de la sociedad chilena que, en paralelo, dejó de tener una educación que apuntara a reforzar la tarea elitizadora o civilizadora y que hoy tampoco apunta a rescatar nuestro sustrato espiritual. Esta escisión cultural que acusa la dualidad mestizo-civilizado impide tener el empuje y la mística necesaria para potenciarnos en este mundo global que exige claridad y esfuerzos mancomunados.