En lo que a “Joker” respecta, la situación de momento es algo confusa en términos de crítica y audiencia. Si el filme te desagrada, no es cosa de llegar y atacarlo de forma pública, porque desde las redes sociales los
fanboys y unos cuantos histéricos te van a dar con todo lo que tengan a mano. Por el contrario, si la disfrutaste y la recomiendas tampoco lo sacas gratis, ya que no faltará quien te enrostre una suerte de actitud inmoral ante un filme que —según ellos— aparte de cojear artísticamente, además sería peligroso para el actual estado de la sociedad. Así, tal cual.
Impresiona la compulsión y agresividad exhibidas por los bandos pro y anti payaso, sobre todo en una era donde los grandes eventos mediáticos —¿recuerdan el final de “Game of Thrones” y “Avengers: Endgame”?— aparecen, reinan y se desinflan a las pocas semanas, transformados en recuerdo distante, directo a la papelera de reciclaje. No hay novedad en la actitud barra brava de la fanaticada, que en lo referido a sus íconos despliega habitualmente niveles de lealtad corporativa similares a los consumidores de comida rápida. Lo inquietante es la postura del otro lado, que no logra conformarse mientras observa el inmenso eco global (395 millones de dólares en los primeros tres días) conseguido por una versión del personaje que consideran irresponsable, estridente y victimizada.
Los entendería mejor si opinaran —como han hecho algunos críticos— que la cinta es floja, rimbombante y machacona. Que la actuación de Joaquín Phoenix, en el rol principal, es de una sola nota y sin matices. Que el filme se viste descaradamente con sus influencias (“Taxi Driver”, “Network”, “El rey de la comedia”, entre muchas otras) y que además las vampiriza, robándoles sin culpa trama y anécdota, para luego vomitar ese arrebato a sala llena, cual descalabrada acción de arte. En fin, les compraría esas y otras apreciaciones, porque al menos estarían basadas en la obra misma; en lo que el filme “es” y no en un supuesto “deber ser”.
Tal vez sea eso lo que no se aguanta: la posibilidad de que el mundo derrumbado por donde circula Arthur Fleck, recibiendo cuanto golpe, trauma y decepción cabe en poco más de dos horas de película, haga sentido más allá del habitual juego del gato y el ratón entre los “buenos” y los “malos”. La abierta negación de la película a convertirse en otro filme de superhéroes del montón, convenientemente aséptico e incapaz de ofrecer una mirada cabal sobre el contexto y el instante en el que fue estrenado. La extraña sensación de estar mirando un producto industrial, “hecho en Hollywood”, que no fue diseñado para excitar, seducir y cobijar a una potencial audiencia masiva (como hace décadas ocurre con la mayoría de los filmes creados por los Estudios), sino un artefacto que funciona como espejo, como reflejo de la propia indignación y miseria del espectador, independiente de si la película le gusta o no. Su tóxica fascinación con la industria del espectáculo —una obsesión que, convengamos, también es la nuestra— y que el distorsionado personaje de Phoenix va construyendo como en un trance, “vistiéndose” con citas de películas, series y
late shows; rutinas de
stand up, tramas de
sitcom, diálogos prestados y canciones ajenas. Una montaña de referencias pop que, de tan apelmazadas, sobajeadas y aprehendidas por su dueño, acaban convertidas en material de desecho, porquería que se escapa entre sus manos. Tan querida como inservible.
De ahí que las tan criticadas referencias a Scorsese, “La naranja mecánica”, “Atrapado sin salida” y a un cuanto hay audiovisual, funcionen más como pasta reciclada y remasticada que como verdadera estructura y andamiaje de un relato que visita otros abismos. Más que construida sobre esos monumentos, la dolorida sonrisa del Joker parece confeccionada a partir de sus ardientes cenizas.
Joker
Dirección de Todd Phillips.
Con Joaquin Phoenix y Robert de Niro.
Estados Unidos, 2019, 122 minutos.