El público gozó con esta “Italiana en Argel”, pequeña obra maestra de Rossini que combina un argumento disparatado con música que fluye a borbotones y que ayuda a realzar la diversión que proponen tanto la historia como el texto mismo de Angelo Anelli.
El mismo compositor definía esta ópera como su “pasatiempo” y se recuerda que para su estreno en Venecia, en 1813, los asistentes hicieron repetir casi todos los fragmentos importantes, al punto que el músico llegó a decir: “Ahora estoy tranquilo, los venecianos están más locos que yo”.
La
régie fue firmada por Rodrigo Navarrete, quien organiza la farsa como si fuera una enorme coreografía, lo que obliga a estar pendiente de cuanto sucede en todos los rincones del escenario. Ubica la acción entre fines de los 60 y comienzos de los 70 del siglo XX, con un vestuario que incluye capelinas, “enteritos” y pantalones “pata de elefante”, y años que tienen relación con la independencia de Argelia (1962) y la aparición de la mini (Mary Quant) y de liderazgos femeninos importantes.
A través de un juego escénico siempre sorprendente, Navarrete habla acerca del feminismo (cómo la mujer puede intervenir a su amaño su entorno y cambiarlo drásticamente), la inmigración, el arribismo y las condiciones de un mundo que comenzaba a ser globalizado (el Bey Mustafá juega minigolf y se prueba ropa occidental). Muy divertida la inagotable persecución de Taddeo por los guardias de Mustafá, que sueñan con poderlo empalar.
La bella y transparente escenografía de Ramón López es una filigrana tallada en madera; un gran juguete oriental con infinidad de calados, que ayuda a la trama pues pone a vista de los espectadores cómo los personajes se escuchan y miran a escondidas, y cómo los que son observados actúan sabiendo que lo son, incentivando así la intriga “política” y erótica. El colorido del vestuario (Monse Catalá) se vio realzado por la luz mediterránea, siempre brillante y nítida, firmada también por López.
José Miguel Pérez-Sierra forjó su actual estatura artística junto a ese gran maestro rossiniano que fue Alberto Zedda. Sabe bien lo que hace, como lo ha demostrado en Santiago en otras aventuras rossinianas (“El Barbero de Sevilla”, “La Cenerentola”, “El Turco en Italia”). El maestro condujo a los cantantes y al público por el sinfín de detalles de esta partitura brillante y variada, que exige a la vez energía y control para manejar tiempos musicales complejos y cambiantes, y para exponer con claridad el lirismo expresivo adecuado a los momentos de intimidad. Su conducción vitalizó la farsa, a sabiendas de que los personajes están caracterizados por medio del ritmo impuesto por la música. El concertante final del primer acto, el quinteto del café y el trío “Pappataci” fueron logros absolutos. Excelente la participación musical y teatral del Coro, dirigido por Jorge Klastornick.
El reparto estuvo correcto, partiendo por el excelente Mustafá de Pietro Spagnoli, ya conocido en Chile en la puesta de 2009; el barítono conoce todos los trucos para ganarse al auditorio, y canta Rossini como si hacerlo fuera algo de lo más natural y fácil. La mezzosoprano Victoria Yarovaya tiene el porte y la personalidad para Isabella, y una voz cálida. Su canto resultó fresco y preciso, aunque no siempre tuvo la autoridad que requieren fragmentos como “Cruda sorte, amor tirano” y, sobre todo, “Pensa alla patria”. Simpático y en permanente juego, el Lindoro del tenor Anton Rositskiy, de canto fluido y agudos poderosos. Orhan Yildiz fue un Taddeo solvente, pero no particularmente asertivo en la mezcla de comicidad y patetismo que tiene su personaje. Patricia Cifuentes estuvo muy bien con su desesperada y aguda Elvira, y Patricio Sabaté (Haly) y Cecilia Pastawsky (Zulma) supieron dar vida vocal y escénica a sus roles.