Hay otra desertificación no menos preocupante que la provocada por el cambio climático. Pero de esa poco se habla. Es la desertificación interior producida por la tendencia (hoy global) a la primacía de lo uniforme. François Jullien, filósofo francés que estuvo la semana pasada en nuestro país, lo resume muy bien: “En los cuatro puntos cardinales se encontrarán inevitablemente los mismos escaparates, los mismos hoteles, los mismos carteles de dicha y consumo (…) Pero si en efecto hay dictadura es porque la uniformización no se limita a los bienes materiales, sino que invade el imaginario (...)”. Cuando llegamos a una ciudad y visitamos un mall, nos damos cuenta de que es prácticamente igual a los otros malls de otras latitudes. Ocurre lo mismo con los aeropuertos. Y empieza a pasar también con los hoteles. Pesadilla: nos despertamos en la noche y no sabemos dónde estamos. Los hoteles de las grandes cadenas han pasado a ser sucursales de Lo Mismo, el reino de lo Uniforme. Y en las ciudades, renombrados arquitectos diseminan sus mismas torres en Dubái, Santiago o Beijing, sin dialogar con la especificidad de cada paisaje. Arquitectura uniforme, urbanismo uniforme.
François Jullien, alojado en uno de esos hoteles en serie, en Santiago, nos reclama porque en su habitación no hay escritorio ni lámpara para escribir o leer. Como si ya no hubiera lectores ni escribientes: leer empieza a ser una expresión de lo “diferente”, de lo que resiste a lo uniforme. Pero también las cadenas de librerías reemplazan a las librerías con identidad propia y, en un mercado editorial homogéneo, las editoras independientes luchan por sobrevivir en el extenso y asfixiante mar de lo indistinto. El “boliche” del barrio cierra sus puertas, el bistrot es reemplazado por un restaurante de comida rápida y la fisonomía del barrio entrañable donde vivíamos comienza a desdibujarse, dejándonos extraviados en el desierto de lo igual. ¿No es eso lo más cercano al Infierno?
Pero lo que más debiera alarmarnos de esta otra “desertificación” es la uniformización de lo imaginario que señala Jullien. Cuando comenzamos a pensar, sentir lo mismo, cuando los antiguos héroes “distintos” de nuestra infancia (Ogú y Mampato en el caso de nosotros, niños chilenos de los 70) son reemplazados por arquetipos de videojuegos de una falsa universalidad. Porque lo uniforme es la perversión de lo universal. En el ámbito intelectual, también asistimos a algo parecido. Así, por ejemplo, el mercado de la autoayuda (igual en todas partes) sustituye a la filosofía y a la sabiduría: la estandarización espiritual hoy campea y no es lo mismo que “la sabiduría perenne” y universal de la que hablaba Aldous Huxley.
Por eso es tan importante sostener lo singular, lo diferente. Una forma de resistencia posible es el no aceptar que todo el mundo termine por comunicarse en un solo idioma universal, un inglés neutro ,“lingua franca” de lo Uniforme. La riqueza de “traducirse”, y de intentar hacerlo desde la propia lengua, no debe perderse. Por eso, la Traducción es hoy una de las actividades más relevantes para que Babel no se rinda ante el “globish”. ¡Viva la riqueza de Babel! Los chilenos, por ejemplo, debiéramos aprender rudimentos de mapunzungún… Y el latín y el griego debieran regresar ante la dictadura de las “lenguas útiles”. Pero la educación también se uniformiza: los rankings, protocolos y papers asfixian todo pensar vivo. ¿No es ese el más grande de todos los peligros, la peor de las desertificaciones? ¿Pero quién habla de ello, por qué no aparece como peligro? Porque ya ha penetrado en nuestro interior, porque comenzamos a sentirnos cómodos en Lo Mismo, en un Mundo Feliz y Uniforme. Cuánta razón tenía Nietzsche cuando decía, en 1888: “El desierto avanza. ¡Ay del que en su alma alberga desiertos!”. Mientras no dejemos de exclamar “¡Ay!”, desde lo singular que somos, ante la sequía de lo homogéneo, no todo está perdido.