Y esta conciencia del deber está entrelazada con la fe, por cuanto esta, en la medida que es más honda y madura, tiene como correlato una vida mas responsable y comprometida con lo que se debe hacer.
Claramente, esta enseñanza es impopular. En efecto, hoy está exacerbada la exigencia de derechos, así como está instalada, como algo obvio, la necesidad de reconocimientos y de recompensas. Consecuencialmente, también está a la orden del día la tentación de movernos en función del mero interés, más que por la simple gratificación de hacer lo que corresponde. En otras palabras, hacer las cosas por el solo hecho de cumplir lo que se tiene que hacer resulta, al menos, ‘raro' e ‘impopular'.
La ‘rareza' de esta acción obedece a que estamos imbuidos en una espiral equívoca que nos lleva a creer que hacer lo que debemos no es un valor en sí mismo y que, por tanto, tiene que ser recompensado.
Curiosamente, hacer lo que corresponde ordinariamente parece más un mérito que se debe premiar, que el simple y natural desarrollo de una vida bien enfocada. Lamentablemente, esta distorsión está instalada en todo el arco social, permeando especialmente a niños y jóvenes, haciéndoles creer que cumplir las obligaciones familiares, académicas y sociales requiere ser premiado. Esta confusión llega a tal punto que no recompensarlos por hacer lo que les corresponde se transforma en un problema e incluso, para algunos, en una verdadera ‘injusticia'.
El Señor, con la provocación a ‘hacer lo que tenemos que hacer', nos interpela a valorar la vida ordinaria, a tomarla en serio, con la conciencia de que cumplir con el deber que nos corresponde no es mérito alguno, sino que es la tarea más sublime de todas, porque implica honrar el propio estado de vida.
Cuando nos hacemos cargo de nosotros mismos y cumplimos con los deberes ordinarios, se dignifica la vida, crece la felicidad y nos sentimos realmente corresponsables del bien de los otros.
Por ello, la invitación del Señor nos mueve a cultivar la gratuidad en el trabajo y en la vida ordinaria, reconociendo en ellos no primeramente un lugar de merecimientos, sino un espacio para servir el reino y para santificarnos, no buscando las alabanzas del mundo, sino la mayor gloria de Dios. Situados en la cotidianidad, pero de cara a Dios, hemos de cumplir bien nuestras obligaciones, pero comprendiendo que nuestro norte más sublime es ‘atesorar tesoros en el cielo, donde la polilla no los corroe'. Así, la máxima introductoria del Evangelio de hoy resulta clave: “auméntanos la fe”. Es que vivir lo que creemos conlleva necesariamente una vida comprometida, entregada y responsable. Quien hace una opción creyente de verdad comprenderá vitalmente que hacer lo que le corresponde es parte esencial del camino a la santidad y un itinerario de felicidad.
En pocas palabras, si hacemos cada día la voluntad de Dios, cumpliendo nuestras obligaciones con humildad, sin pretender nada más que la satisfacción de la tarea cumplida de cara a Dios, será Jesús mismo quien nos sirva, quien nos ayude, quien nos anime, quien nos dé fuerza y serenidad para cumplir los deberes ordinarios con alegría. Sin duda, esta será la mejor de todas las recompensas.
“¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”(San Lucas 17, 5-10)