Tuve la suerte de vivir un par de meses en Alemania y disfrutar de la perfección de muchos aspectos de su vida cotidiana. El que más añoro es el sistema de gestión de residuos. Es tan simple y fácil: solo se separa la basura del papel y de otros materiales reciclables, en tres cubos distintos, los que son retirados a domicilio. Requiere de un pequeño entrenamiento ya que tiene bastantes restricciones. En una ciudad pequeña, como aquella donde me tocó residir, el camión de basura propiamente tal pasaba cada dos semanas. El tamaño del contenedor no es a gusto del consumidor, sino que está normado en 80 litros. Absolutamente nada puede ir fuera de él y el solo hecho de abrir el del vecino es considerado casi como irrumpir en el espacio privado. Los cubos para papeles y otros residuos tienen un volumen un poco mayor, pero se recogen aún más espaciados en el tiempo.
En consecuencia, hay que pensar muy bien cuánta basura se produce, si no se quiere terminar ingiriendo los propios desperdicios, porque no hay posibilidad de salirse del sistema, ni siquiera después de los regalos de Navidad. Este servicio urbano, que para nuestra mentalidad sería bastante mezquino, además es muy caro y no está la opción de evadir su pago. Es parte de los costos de vivir en ciudad y los deberes asociados a pertenecer a una sociedad tremendamente estructurada.
En contraste, en Chile el acopio y traslado de los residuos dependen completamente de las posibilidades del ciudadano. Hace unos días la televisión transmitía a unos periodistas que habían decidido escudriñar la basura ajena para denunciar lo poco que reciclan los chilenos. Aquí, los policías de la moral apelan a la conciencia y a la voluntad personal, en un problema que ya hace tiempo sabemos que compromete nuestras posibilidades colectivas de subsistencia. Aquí el reciclaje es un asunto de “buenismo”, de compromiso particular, de ganas y hasta de fe. Por un lado, y en el mejor de los casos, depende de una oferta municipal que es irregular y discrecional; que no solo varía según los recursos de cada territorio sino según los intereses del alcalde de turno. Por otro, depende de una gestión de reutilización de materiales completamente apoyada sobre las capacidades de emprendimiento y creatividad de los privados, con una política de Estado completamente ausente. Aquí el medio ambiente no parece ser un derecho y, mientras siga así, tampoco parecerá un deber.