Como sabemos, los viajeros de Santiago a Valparaíso
in illo témpore, antes de la bencina en el estanque de las Ford T, se preocupaban de los huevos duros en el canasto: no había muchos lugares higiénicos donde satisfacer las necesidades tróficas. Ni guías confiables.
Como en Francia esto era insoportable, la fábrica de neumáticos Michelin hizo un levantamiento de merenderos recomendables para cuando se iba a provincias. Y así nació la guía Michelin, en un medio automotor absolutamente alejado de las sutilezas de la cibaria, que usa el viento para inflar ruedas, no para aligerar
soufflés ni
feuilletés, y el aceite para los tripales del motor, no para finas ensaladas, de esas que, en la burguesía francesa, eran aliñadas, en la mesa, por la más distinguida de las invitadas, a la que se asignaba ese honor y que, al efecto de revolver, introducía en la ensaladera los brazos hasta el codo.
Lo lógico hubiera sido clasificar a los comederos decentes con neumáticos pero se decidió, incongruentemente, asignarles estrellas. Hubo grandes personajes de la culinaria francesa que, con su apoyo, dieron prestigio a esa guía, haciéndola tan famosa como temida. Hablando de estos temores, se habrá enterado, Madame, siempre informada de los escándalos, que hace algún tiempo un chef galo se suicidó porque, de tres estrellas que tenía, lo bajaron a dos. Como hubiera dicho aquella fina matrona santiaguina al enterarse del suicidio por amores de alguna íntima del alma: “Claro, la siútica: lo primero, suicidarse”.
Maurice-Edmond Sailland (Mazeran por parte de madre), llamado Curnonsky y “príncipe de los gastrónomos”, quien masticó desde 1872 hasta 1956, y quien decía que “la buena cocina es aquella en que las cosas saben a lo que son”, decía también que era el automóvil el que había salvado la gran cocina regional francesa, y no desdeñó verse asociado a la marca Michelin. En Chile los intentos por asociar viajes y culinaria jamás han encontrado una empresa automotriz (o, por último, bencinera) que los financiara. Y no hay más guía que una excelente, hecha por César Fredes, que no es —mal haya— remozada periódicamente, en rubro donde los buenos comederos son flor de un día.
Va ahora un plato de Brillat-Savarin, reproducido por Curnonsky, quien murió gordo y feliz.
Tortilla de atúnPara 6 personas, tome dos piezas de huevas de pescado (aquí suelen ser de pescada). Blanquéelas 5 min en agua hervida con sal. Tome 1 trozo de atún fresco (o en conserva) del tamaño de 1 huevo. Pique las huevas y el atún, agregando 1 chalota cortada en átomos. Mezcle bien. Rehogue todo con un buen trozo de mantequilla. Tome otro buen trozo de mantequilla, mézclelo con perejil picado, póngalo en la fuente donde irá la tortilla. Chorrito de limón. Deposítela sobre hornillo, fuego muy suave. Bata 12 huevos, agréguele el picadillo de pescado, haga la tortilla alargada. Deposítela sobre la fuente. Sirva.